Opinión

A rajatabla

A rajatabla

Julita y la vecina de al lado

 

Estas líneas se escriben bajo el dictado de recuerdos imborrables que arriban a mi memoria para suplir cotidianas reflexiones políticas hoy desalojadas del cerebro por cumplimiento de la ley que prohíbe escribir sobre temas cuyo contenido se interprete como campaña proselitista.

Nunca pude entender por qué doña Julita jamás abrió la puerta de su casa en la calle Damián del Castillo, en mi barrio de San Carlos, aunque su altar con un cuadro inmenso de San Miguel, con muchas velas encendidas, estaba en la sala de ese inmueble lineal y semioscuro, al que se ingresaba por el traspatio.

Ella era una señora de poco hablar que solía regañar a los niños que jugábamos en la cuartería de muchos vecinos. Yo creo que nos odiaba porque las pelotas mal bateadas caían sobre el techo de cinc de su casa de madera, siamesa con otras cuatro, todas de sala, habitación y cocina colocadas en fila.

Muchos de mis amigos la tildaban de bruja y siempre se negaban a jugar en el patio donde siempre la veíamos examinando una taza con residuos de café que leía como si fuera un libro frente a visitantes deseosos de saber sobre su futuro o los números premiados de la lotería.

Yo le tenía más miedo a la señora de al lado, que sí tenia un rostro de hechicera, además de quedarse con todas las pelotas que caían en el traspatio y de amenazar con descuartizarnos. Esa mujer parecía un demonio, sin sonrisa, ni color en la piel. Nadie se atrevía a intentar recuperar la pelota que caía sobre sus dominios.

Quizás porque estaba familiarizado con la efigie del arcángel Miguel, que también estaba en el altar de mi bisabuela Macaria, doña Julita no me causaba tanto terror, ni siquiera cuando leía en voz alta la taza con manchas de café.

El problema más grave era cruzar en la noche, después de ver la película de misterio de Boris Karloff en casa de Negrita, por el traspatio de Julita y de la vecina de al lado. En ese traspatio se congregaban todos los fantasmas del barrio, por lo que había que atravesarlo corriendo a toda velocidad.

No todo era lúgubre en esa cuartería construida en forma de “L”, porque allí también operaba la fonda de doña Carmen, que cocinaba exclusivamente a policías, cuyas botas militares lustrábamos por diez centavos y comida incluida.

Al lado de esa fonda estaba la casa de alguien cuyo nombre no voy a escribir, donde de noche encendían una luz roja y bebían muchas cervezas, cuyas botellas vacías vendíamos a tres centavos en un puesto de compra en la calle Abreu.

Esa cuartería ya no existe físicamente, pero la recuerdo hoy con todos sus rincones y personajes, con su música habanera y de perico ripiao, aunque esta vez, las protagonistas de mi remembranza son Julita y la vecina de al lado.

El Nacional

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