Opinión

La edad en política

La edad  en política

La edad como factor determinante para la participación política ha estado sobre el tapete en las últimas semanas. Es normal que tal variable sea tema de discusión en un país que, como el nuestro, los dirigentes se resisten a retirarse aun cuando resulte ostensible que sus facultades físicas y mentales muestren decadencias que en un desarrollo normal de los acontecimientos debiera ser suficiente para colocar punto final a un ejercicio que en la mayoría de las veces se torna lastimoso.

La estrambótica expresión de que “mientras Balaguer respire que nadie aspire”, ni fue primicia en la época del caudillo reformista, ni desapareció con su muerte. Antes que él, el afán por perpetuarse en el poder con la obstinación de continuar más allá de toda lógica y dignidad fue una constante del liderazgo dominicano.

Después de él, poco han cambiado las cosas y el escasísimo reciclaje de nuestras figuras políticas es proporcional a esa explotación extrema de la biología que conduce a apegarse con fruición a lo único que parece concretizar la realización personal de los políticos criollos.

Es cierto que la edad cronológica no es la más importante. Se ha repetido con insistencia, pero nunca sobra, que la juventud necesaria es la de las ideas. No obstante, a partir de ese aserto no puede aceptarse como bueno y válido el establecimiento de mecanismos institucionales que no coloquen frenos a la ambición casi morbosa de ciertos personajes que los conduce a enquistarse en las posiciones mutilando las posibilidades de que se produzca un reciclamiento constante en la dirección de la nación.

De abogarse por el fortalecimiento del Estado, jamás podría considerarse consolidado un aparato que no pueda prescindir de determinadas individualidades porque entonces, más temprano que tarde, donde tal cosa ocurra todo terminará derrumbándose ante las inevitabilidades de la existencia.

Lo grave de la apertura ilimitada a las posibilidades políticas radica en el hecho de que se crea un círculo vicioso en el cual el engranaje se torna obsoleto por la ausencia de movimientos, y lo nuevo no puede surgir por el congestionamiento ineludible producido por obstáculos difíciles de superar ante las longevidades asombrosas de quienes ocupan los sitiales superiores.

De ahí la importancia de fortalecer la institucionalidad como antídoto a la siempre frágil dependencia de la condición humana. Si el sistema está bien estructurado, el riesgo ante las novedades será menor que los males implícitos en la consagración de mesianismos.

El Nacional

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