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Literatura al día

Literatura al día

Tal parece que contrario a los demás habitantes del planeta, un poeta no debe darse el lujo de durar vivísimamente activo toda la vida. Esto, aún si estuviera “finamente” dispuesto por la traviesa y divina providencia.

Un poeta –para muchos “un hombre simple”, portador de la categoría de “un penoso malentendido” entre Platón, la imaginación y la realidad-, debe morir “en su tiempo”, resguardado con saña por la venerable esquicia de su obra, influencias y trayectoria.

Aunque para Jorge Luís Borges (1899-1986), el poeta es “el secretario de Dios”, la “realidad real”, es que éste –con su obra, fantasmagoría y trayectoria-, está “destinado a sobrevivir” a la vida -que es el sueño, el desafío y el afanar cotidiano- de los otros.

Esto es, a ver “subrayados” los aperos impasibles que en la consagración de los instantes, angustia y acorrala a todo humano de proceloso encauzamiento ordinario.

Digamos que la vida interior del poeta es un asunto de cielo, mar y tierra. O como titulara una de sus obras Camilo José Cela (Camilo José Manuel Juan Ramón Francisco de Jerónimo Cela Trulock, 1916-2002), es un  “oficio de tinieblas”.

Y que, envuelta en este ufanar romántico nada envidiable, deviene atisbo inmemorial de la melancolía, orillada con nostalgia sobre la levedad de una sombra siempre inadvertida por la esencia impredecible de “la humana presencia”, como versara Franklin Mieses Burgos (1907-1976).

Sin embargo, como a Publio Terencio Africano, al poeta “nada humano le es ajeno”. Su condición de “ángel de lo inefable”, o de “perpetrador de lo inasible”, hace que la disimulada e inmisericorde animadversión “de los otros”, carezca de trasunto, sucediéndole como material propicio para consustanciar el eco interior y portentoso de su canto.

Su vitalidad inenarrada cuenta con este aserto para muchos un imponderable: todo poeta inscribe su otredad en la herida y el ensueño del hombre que con su historia y padecimiento le sirve de soporte. Y su saber, en “el todo” decidor y fragmentado de un universo amenazado, insatisfecho y anhelante.

Con la conciencia de ser el simple recipiendario de un reconocimiento demorado y de una asistencia jamás a la estatura de su voz, el poeta convertido en una muchedumbre –inconforme y por supuesto irracional-, se ve asistir al dramático velatorio de su propia eternidad.

Se sabe sucedido, disminuido, castrado y postergado por el letargo que infamia la pétrea y viciada inconciencia de su entorno.

Si cada poeta es un mundo, todo hombre que desnaturaliza su aquiescencia deviene victima de un suceso y de una tragedia carente de reflejo y heredad significante. Es decir, huérfano de tiempo que le recurra y símbolo que le resguarde como referente.

Se está en vida en medio de un combate a muerte con las formas, y en esa agonía diaria –y destilada- que viste al mundo como indiferencia, no sucede Paris, ni Londres, ni New York, ni Berlín, ni Moscú, ni Madrid, sucede pues, la desmesura de un Santo Domingo pálido, escuálido ingrávido y menesteroso; resguardada por el ingenio del adalid invencible que siempre fue gracias a su desbordante imaginación y criticidad, el poeta Antonio Fernández Spencer (1922-1995).

El Nacional

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