Opinión

¡Otro sacerdote!

¡Otro sacerdote!

Qué más hace falta para que la iglesia católica comprenda que debe aplicar medidas estructurales que contribuyan a disminuir los constantes escándalos en los cuales se ven involucrados muchos de sus miembros y que la tienen sumida en el descrédito?

¿Qué tiene que ocurrir para que esa institución se convenza de que algo anti natural como el celibato constituye un adefesio asumido por una proporción pírrica de sus integrantes y que es causa fundamental de tanta práctica sexual de forma atropellada, aberrante, abusiva y cínica?

¿Hasta cuándo la iglesia católica continuará con posiciones ríspidas, despiadadas, intolerantes, ante personas de conductas sexuales distintas a las que ella califica como normales, al tiempo de hacerse la desentendida ante el incremento de casos de pedofilia en su seno?

¿Por qué con el cúmulo de pruebas de que los sacerdotes están descalificados para trazar normas éticas a los demás, se obstinan en oponerse a la interrupción del embarazo ante situaciones muy concretas como las que arriesgan la vida de la mujer; cuando la criatura que va a nacer carece de elementos imprescindibles para la vida; o que el embarazo es resultado de violación o incesto?

¿Qué puede explicar la cerrazón de la iglesia a que se imparta educación sexual en las escuelas cuando cada vez más niñas y adolescentes quedan embarazadas y la falta de información es motivo esencial en estas estadísticas nefastas?

¿Cómo justificar la desvinculación de la cúpula eclesiástica de sectores marginados de la sociedad y la asunción de hábitos de vida divorciados de su misión evangelizadora en contubernio injustificable con opulentos, en desmedro de quienes más necesitan su auxilio espiritual?

Resulta difícil desvincular todas estas circunstancias de los terribles acontecimientos que cada vez con mayor frecuencia sacuden el de por sí minado prestigio de la iglesia católica, como el reciente asesinato de un jovencito por parte de un sacerdote que abusaba de él desde la temprana edad de 13 años.

Es cierto que se trata de un hecho abominable al margen de quien lo cometa, pero es innegable que la condición de cura agrava la responsabilidad de su autor al suponerse que desde su condición de influencia sobre sus feligreses no son esperables conductas abusivas desde su poltrona de predominio.

¿Es cierto que la iglesia sufraga el costo de la asistencia profesional de este abusador? ¿Por qué no dejar que lo asuma su familia o, en todo caso, la defensoría pública?

El Nacional

La Voz de Todos