Opinión

Saber despedirse

Saber despedirse

Entrar en escena siempre es mejor. Nada como empezar: “The show has begun”. Lo difícil es concluir, dar por terminado un asunto. Un final infeliz puede, incluso, dañar lo ya logrado. Entradas y despedidas pueden ganar aplausos. Los primero de felicidad; los últimos, de satisfacción, siempre y cuando no traten de quedarse. De ahí que “Bien está lo que bien acaba”, nos cuenta Shakespeare.

Beltrán, joven conde del Rosellón, es llamado tras la muerte de su padre a la Corte del rey de Francia, y deja en el castillo heredado a su madre y a Elena. El rey de Francia (Carlos V, nombre que no se cita en el drama de Shakespeare) está enfermo de una fístula incurable.

Elena, que está enamorada de Beltrán y le ama, concibe el atrevido plan de trasladarse a París e intentar la curación del rey por medio de una receta que le dejó su padre. La madre de Beltrán, que ha descubierto el amor de Elena por su hijo, secunda su proyecto.

La historia nos lleva a un final espléndido, deseado o no, frente al drama que resulta en una despedida inesperada, sorprendente. Forzar situaciones plantea la posibilidad de ridiculizar o arruinar una buena obra.

Cuando un político entra en escena, triunfante, gobierna como un jefe de Estado. Sabe que sus días de gloria están contados desde que alcanzó la corona. Aferrado a ella, comienza a transitar el sinuoso tramo representado en despedidas desastrosas.

“Bien está lo que bien acaba”

Tan pronto se aproximan sus últimos días, debe hacerse la idea de que su reinado ha terminado. Pero la nostalgia del poder suele traicionar a los que no están preparados para irse en paz, con Dios con los hombres. Así como las aperturas, grandes o discreta exigen la presencia del triunfador, las salidas salen mejor cuando el protagonista de la historia sale de escena, discreta y calladamente. Todo cuanto diga, a partir de entonces, puede ser utilizado en su contra.

La gracia de llegar dista mucho de la que te acompaña cuando te vas, y sales por la puerta grande. Nada más deprimente y patético que ver a un hombre insistir en retener y exhibir una gloria a punto de abandonarlo.

Lo más sensato, en tales condiciones, es que aguarde sus días finales con la altura de la dignidad que ostenta. Las pleitesías de los últimos días suelen ser lastimeras. Lástimas y aplausos no combinan. “Váyase en paz, mi compadre, váyase en paz”. Es mejor así. The game is over.

El Nacional

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