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Santo Domingo es un festín

Santo Domingo es un festín

A Santo Domingo le guiño un ojo adormecido, cuando me desplazo desnudo de intrigas por su malecón. Coqueteo travieso con sus olas, y sin que lo sospeche el descolor árido de sus anónimos edificios, reconstruyo su magia con los ojos cerrados, a orillas de una minuciosa panorámica de sus acertijos y veleidades.

No hay razón para guardar recato: ¡Es mi ciudad! Allí vivo y río. Camino y me suspendo en el aire o en la espuma del bar, si su hermoso pendón de insuficiencias me ofrece su soberana gana.

Convivo en su tragedia más recóndita, y en la más plebeya de sus fascinaciones. No hay nada como la sensación de andar maldito en una ciudad encantada. No hay nada como la ilusión de andar encantado sobre una ciudad maldecida por el florilegio de sus abyecciones.

Estoy en Santo Domingo: mi ciudad. ¡Mi amor bandido! Lo sé porque sin esfuerzo me detengo en cualquiera de sus recodos, y miro el cielo tapizado de nubes satisfechas –pero intranquilas-, transfiguradas aviesamente en imágenes de la infancia: un señor soplando, hecho de lino y aire, reconocido al vuelo por los orificios de sus incandescencias. Una paloma diminuta sentada sobre una lluvia gemela que pasa. Una mula verde con ojos de cóndor y orejas de vidrio, con dibujos inéditos, hechos con plumas primorosas de guinea africana. Una almohada de plata con besos de sol nadando en sus puntos cardinales. Un caballo de bronce parecido a una alcancía de cerámica, fabricada con rayos ataviados de bermellón, con ojos ciegos de relámpagos y crin de estrella fugitiva. El mapa centellante y polvoriento del país; fragmentado por minotauros sin nombres ni fortuna en sus designaciones fantasmales, y por supuesto en los abolengos de dudosa nobleza. La silueta de la abuela muerta “de brisa”, con el atrofio de una perla encendida en su espalda quebrada, y un acordeón inglés –de medio uso-, en su mano derecha. Un libro roto –feroz-, perdido en el reflejo de las hojas de un árbol de agua. El rostro del Presidente. Una mano, una sombra, un… Una…

Todo nacido del ensueño y la catástrofe. Todo henchido por “el desasosueño” y la hecatombe –ya se sabe que toda República es perito en nostalgia al calor de su psique-, la Nada pétrea de las vacilaciones y las mutaciones invisibles –esas profundas heridas que mi generación conjuga con sus ojos derrotados-, donde mi ciudad toma venganza de sí misma. La realidad lacerante del menoscabo ético. La premura de sus sombras irredentas…

Santo Domingo es un hervidero de pompas fúnebres –y esto en la mañana es un secreto-, si es la una y quince de la tarde y se ven salir raudos los sonámbulos, ávidos para la deglución reverberante.

 Cama y mesa. Vocación del espanto y merodeo del miedo a saberse en el extremo. O quizás -¿es posible?- en el eterno retorno. Esperanto feroz –el de sus ánimas sórdidas-, su ritmo estentóreo de burdel en fuego me consuela.

Santo Domingo sobrevive en los faroles de los autos, y en el sesgo memorioso y madrugante de unos pliegues anónimos que intentan intimidarla (“sodomizarla”, iba a escribir, pero erré en el tiro).

Es ahí en la noche, donde Santo Domingo se calza con su nombre y sale pudorosa –es una mujer vestida de gala, pero sin maquillaje-, herida de espejos, al festín de su apellido. Al encuentro impostergable de la música y los cuerpos –de la música de los cuerpos-, fin y principio de una melopea frugal pecaminosa. Volutas del gozo irrefrenable y el vivir constante la demora, o la inexistencia de las precauciones.

Santo Domingo es mi máquina de rodar y soñar. De escribir y borrar lo que convive en las vísceras, o en el torso inanimado del tedio. Mi tiempo alterno de hacer el amor y el odio con los ojos abiertos y las manos alertas. Por eso me importa un sendero el caos que alberga en su estomago furibundo. Ella se disfruta y consume, consciente de que el deleite es el desenfado de la eternidad, en la melodía  que encara la pasión de las islas, como relevo  de una amorosa y hospitalaria miseria.

 Es un balde de espermas traviesos y de alucinaciones febriles, vertido en el alma del más esquivo de los desarraigos. Mas la desventura real es no andar por estas calles asfixiantes. Retroceder ante el drama fantástico del ir y venir impar de sus mareas, no respirar su aire de arrogante embrión civilizante, o no dejar que descanse la mirada en su dama: la madrugada. Grávida e impávida en su desnudez, por el frontispicio antiquísimo de sus delirantes requiebros coloniales.

Santo Domingo –mi señora más sensual, solícita y vindicante-, se viste de relumbrón ante la presencia del diamante forastero, mancillando a solas sus paredes incoloras, con los residuos de la imagen del escarnio usufructuado, bajo los oropeles  de duendes desvencijados, pero de coraje indómito.

Ninguna palabra podrá cifrar su entereza. Ninguna pesadilla se podrá comparar en ninguna edad con su paisaje. Lo mismo que ningún amor podrá equipararse a su abrumado destello. No hay razón para guardar recato. Es mi ciudad. ¡El islario imposible de mis desafueros!.

El Nacional

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