Opinión

Sobre las influencias

Sobre las influencias

Al contemplar o leer un objeto pictórico del joven Omar Molina, uno —ipso facto— no adivina, sino que percibe la enorme influencia de su abuelo materno, Ramón Oviedo, en su pintura. ¿Y qué?, me pregunto. ¿Acaso Leonardo no dejó una escuela que contó con excelentes maestros como Juan Beltrafino, Andrés Solario, César de Sexto, Bernardino Luini, Juan Antonio Vais (Sodoma), Fra Bartolomeo, Andrea del Sarto y la notable familia de los Bronzino, entre otros? ¿Acaso Miguel Ángel, Rafael, Correggio, Giorgio Barbarelli, Ludovico, Agustín, Aníbal y Antonio Carracci, Caravaggio y los grandes maestros del Renacimiento, no formaron, graduaron y dejaron sus improntas maravillosas en cientos de otros maestros y escuelas?
Pero lo más importante sería preguntarse si acaso el Renacimiento no le debe al duocento y trecento, es decir, a la enorme y trascendental influencia de un talento que condicionó el Gótico italiano, como Giotto di Bondone, quien superó las frías y decorativas repeticiones bizantinas del arte y creó la teoría y práctica del boceto, siendo el responsable de la elevación a categoría mayor de los elementos pictográficos que convergieron en los amplios atributos de lo figurativo.

En la historia del arte, el sentido y la apreciación de las influencias se ha debatido como un viento circular, pero nadie —absolutamente nadie— se ha atrevido a condenarlas. Aún así, las sospechas caen pesadamente sobre los seguidores de los maestros cuando los paradigmas comienzan a agrietarse y a impulsarse, apremiantemente, sobre los mercados.

Si se repasara rápidamente —de manera expeditiva— el historial de las influencias, se podría arribar a una simple conclusión: los protagonistas principales fueron aquellos coléricos primitivos que, a través de símbolos idílicos (posiblemente quiméricos) gozaron con reeditar la selva y sus fieras en el dominio de la cueva.

Así, la pictografía o escritura —de alguna manera— se aposentó y creció en la civilización sumeria y desde allí a Egipto y Creta, en el esplendor de la Edad de Bronce, fomentando los registros memoriales que maravillaron a los egipcios y griegos, y éstos a los romanos.

Si se sigue un recuento carente de una cronología rigurosa y que, por lo tanto, debería convertirse en arbitrario, se podría apostar a que es imposible registrar en la historia una expresión lúdica completamente pura. Inclusive, allí donde los palimpsestos, esas recomposiciones del pasado y sus memorias que han sido borrados y reescritos para fomentar las exclusividades y originalidades, se descubre una huella de las provocaciones emitidas a partir de las influencias.

Paul Ricoeur fue el primero en poner el dedo sobre la llaga en su ensayo sobre Freud, “De l’intérpretatión, Essai sur Freud”, donde resume los nexos que recorren los mundos culturales. Para Ricoeur, en “la escuela de la sospecha pensar equivale a interpretar, pero ésta (la interpretación) sigue un proceso vertiginoso: no sólo las tradiciones, las ideas recibidas y las ideologías son engañosas y mistificadoras, sino que la misma noción de verdad es el efecto de una estratificación histórica”.

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