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¿Son políticos presos o presos políticos?

¿Son políticos presos o presos políticos?

El debate público de nuestras sociedades se tensa cuando el poder judicial pisa la arena de la lucha política y comienza a hablarse de juicios políticos. Son ocasiones para revitalizar disputas teóricas con hondas resonancias históricas, momentos idóneos para volver a reconocer los pilares de las democracias representativas y pluralistas, oportunidades para reforzar o cuestionar el orden establecido.

En dichos instantes ciertas frases vuelven a ocuparlos titulares de los medios de comunicación, se asientan en las conversaciones de la ciudadanía y se esgrimen contra el adversario político para lograr su derrota definitiva.

Durante la celebración de juicios contra personas destacadas del ámbito de la política los asesores de comunicación afilan sus estrategias para definir argumentos que logren convencer a partes considerables de la ciudadanía de la bondad o no del sistema judicial y de la salud del actual estado de derecho, iniciando una batalla de interpretaciones sazonada con voces de expertos, preferiblemente, en materia penal o constitucional.

De este modo, se ponen en marcha argumentos de diverso tenor, por ejemplo, puede decirse: el imperio de la ley es condición indispensable para garantizar el buen funcionamiento de la democracia, no hay sistema democrático sin respeto al estado de derecho o la política es lo que queda dentro de la Constitución.

Y ante estas afirmaciones puede sostenerse ideas como: la legitimidad democrática no puede subordinarse al poder de los jueces, no debe judicializarse la actividad política o un juez no debe condicionar la elección de un candidato. Posiciones que tarde o temprano desembocan en la dialéctica que resume el antagonismo: ¿son políticos presos o presos políticos?

Los procesos judiciales que afectan a líderes políticos suelen iniciarse con detenciones generalmente retransmitidas en vivo. Como una secuela de la política-espectáculo se influye con intención o sin ella en las sociedades en un sentido favorable o desfavorable a los intereses del partido en el poder. Entre los ejemplos recientes podemos mencionar lo vivido en tres países: Argentina, Brasil y España.

En el contexto argentino fueron especialmente discutidas las detenciones de importantes figuras políticas del kirchnerismo, entre ellas la de Carlos Zannini, exsecretario legal y técnico de la Presidencia de Cristina Fernández y excandidato vicepresidencial de Argentin, a raíz de la investigación sobre el memorándum negociado con Irán y con el trasfondo del caso de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA).

En Brasil la detención de Lula -expresidente de gobierno- estuvo marcada por la afluencia masiva de brasileños defendiendo su inocencia y con imágenes de él en mitad de una marea humana, que claramente iniciaban su proceso de conversión en mártir por una causa de corrupción.

Y en el caso de España fue relevante la detención en Alemania de Carles Puigdemont –expresidente de la Generalitat de Cataluña- por una causa en la que se contemplan los delitos de rebelión, sedición o malversación de fondos públicos, con la supuesta -no reconocida- intervención de los servicios secretos españoles y después de que atravesara varios países europeos con intención de que su posible extradición se resolviera por tribunales belgas.
La teatralización de las detenciones se acompaña con el protagonismo concedido a los jueces encargados de dictar sentencia. Volviendo a los tres contextos mencionados cabe señalar la notoriedad de los jueces Claudio Bonadio (Juez Federal en Argentina), Sergio Moro (Juez Federal en Brasil)y Pablo Llarena (Magistrado del Tribunal Supremo en España).

Es cierto que no todos ellos pasaron inadvertidos con anterioridad a las causas señaladas, por ejemplo, el juez Claudio Bonadío ha estado presente en la discusión pública argentina desde la etapa de Carlos Menem. Pero es particularmente interesante cuando sus nombres eran sólo conocidos entre los profesionales del derecho y en cuestión de meses pasan a ser figuras esenciales para la opinión pública como ha sucedido con el Juez Pablo Llarena.

En estos casos el reloj de la política pasa a ser condicionado por el metrónomo judicial y el espacio público se conmueve al compás de las resoluciones judiciales.
En sociedades cuyas democracias han sido consolidadas en las últimas décadas es habitual que los detenidos esgriman los pasados dictatoriales para trazar líneas de continuidad entre el pasado represivo y las formas actuales de justicia.

Por volver a los ejemplos reseñados baste destacar las comparaciones entre las detenciones de Zannini bajo la dictadura militar y bajo el gobierno Macri o los constantes intentos de Puigdemont de establecer paralelismos entre el régimen franquista y la democracia española.
Junto al personalismo de los jueces y la rememoración de los pasados traumáticos, otra de las consecuencias de estos procesos judiciales es su internacionalización a través de distintas vías.

Por ejemplo, con entrevistas y columnas de opinión en la prensa internacional firmadas por personas de gran relevancia intelectual (pensemos en la postura del Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa en el diario El País respecto al caso Lula o la entrevista al Catedrático de Derecho Penal Kai Ambos en el periódico La Vanguardia respecto a la extradición de Puigdemont) o con la intervención de instancias judiciales extranjeras cuando las detenciones de los investigados se realizan en terceros países (es paradigmático lo sucedido en Europa con destacados políticos del independentismo catalán).

Asimismo, dichos juicios pueden llevar aparejados el olvido de los fines de la justicia por una parte considerable de la población y la radicalización en bandos que a veces coinciden al sostener que en ellos se dirime algo más que la inocencia o culpabilidad de los acusados respecto a unos delitos concretos. Pensar que en los tribunales se juzga una ideología política o una etapa histórica hace que vuelvan a ser actuales las lecturas filosóficas de Hannah Arendt o de Otto Kirchheimer sobre los fines políticos de los procedimientos legales y sus advertencias recobran vigencia. Por tanto, es fundamental para las democracias garantizar juicios justos que impidan que se consolide en el imaginario colectivo que la acción judicial es arbitraria o responde a algún tipo de conspiración.

Parece evidente que vivimos una etapa en la que el valor de la independencia judicial se torna un espejismo o una falacia para los afectados por los juicios, unas circunstancias históricas en las que los tribunales y sus procedimientos son vistos como determinantes para eliminar al adversario o para cumplir la misión de preservar un determinado orden político.

Es decir, un contexto en el que se desatan controversias que afectan de forma trascendente a los valores esenciales de los sistemas democráticos y que pueden desvirtuar la percepción social de la división de poderes.

En definitiva, tiempos difíciles para conservar la distancia suficiente para que nuestros propios juicios no pierdan autonomía y precisión cuando llega la hora de valorar la pertinencia o no de hablar de juicios políticos.

El autor es doctor en Humanidades (Universidad Carlos III de Madrid).

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