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Variada vecindad

Variada vecindad

Una tercera parte de mi octogenaria existencia transcurrió en el barrio capitaleño de clase media San Miguel.

Y puedo afirmar que ese pequeño territorio conformó en gran medida mi personalidad.

Como la mayoría de los hombres residentes del sector, mi padre fue un típico machista que mantuvo un mando plenipotenciario en su casa, con la resignada aquiescencia de su esposa.

Y aunque he superado la mayoría de la cultura machista bajo la cual viví, admito que de cuando en cuando me salen algunas actitudes y criterios del progenitor.

En San Miguel aparecía entre sus moradores una mezcla de virtudes y defectos, de envidias y solidaridades, de armonía y confrontación.
Algo fijo en mi recuerdo es el respeto que originaba en el vecindario la muerte de algún miguelete.

Durante los tradicionales nueve días de duelo, no se encendía la radio en los hogares, y las escasas personas que lo hacían realizaban la audición con bajo volumen.

Incluso si el fallecimiento era de algún pariente de un miguelete en una población del interior, mis padres no me permitían escuchar durante igual periodo la narración radial de los partidos de la pelota profesional cubana.

Los migueletes compartían gastronómicas muestras de aprecio; por ejemplo, si mi madre preparaba algún dulce, era casi un deber obsequiar una parte al vecino más cercano.

Como las modestas casas eran en su mayoría una combinación de paredes de madera y techado de zinc, y muy pegadas, se mezclaban entre los moradores las transmisiones radiales, las conversaciones, los pleitos, y hasta las toses y estornudos.

Los residentes conocían los nombres y los apodos de los demás, y los secretos de las familias, convertidos en chismes, circulaban por la diminuta geografía.

Otros barrios capitaleños de parecida extracción socioeconómica como San Lázaro, San Antón, San Carlos, Santa Bárbara, San Juan Bosco, Villa Francisca, o Ciudad Nueva, tenían similar tipología humana y parecidas vivencias.

Esta circunstancia propiciaba el surgimiento de relaciones interbarriales que con frecuencia culminaban en amistades con carga fraterna de añeja duración.

A esto contribuía que la educación pública era excelente bajo la dictadura trujillista, y los jóvenes de esas barriadas nos relacionábamos, porque cursábamos los años de primaria y bachillerato en los mismos planteles oficiales. De ahí nacieron amistades de larga data.

Debido a la calidad de esa enseñanza, también se inscribían en ellos alumnos provenientes de sectores residenciales de mediana y alta clase media, como Gazcue y el Ensanche Lugo.

A diferencia de los residentes de barrios de baja clase media, los de estos linderos mantenían sus hogares permanentemente cerrados, y transitar en horas nocturnas por su territorio era penetrar en una atmósfera de silencio y quietud.

Cuando a finales del año 1970 contraje matrimonio con la licenciada Yvelisse Prats Ramírez, y nos mudamos en la tercera planta de un edificio de apartamentos en Gazcue, se inició mi contacto con personas de otra condición económica y social.

Lo primero que motivó mi sorpresa fue que una condómine no devolvió mi saludo cuando coincidimos en la escalinata de esa parte de la edificación.

Pero como el dominicano repite que el pariente más próximo que tiene toda persona es el vecino, añadido esto a que Yvelisse y yo somos figuras públicas, se produjo una buena relación con los demás residentes.

Sin ser sociólogo, pero por la sapiencia mundanal adquirida en ochenta años de vida, he comprobado que la calidez de la relación entre los que habitan un sector, o un edificio de apartamentos, es inversamente proporcional a su desarrollo económico.

Un amigo de extracción de baja clase media, que hizo fortuna laborando honradamente durante veinte años en Nueva York, al regresar al país adquirió un apartamento en un sector capitaleño de alta clase media.

Como traía en su memoria la amplitud comunicacional de su clase, fue impactado negativamente cuando puso a la orden su morada a los vecinos, y ninguno acusó recibo de su gesto cortés.
Se lamentaba, a veces con expresiones descompuestas, de que regresó al país buscando el calor humano del criollo, sin encontrarlo.

Y afirmaba que nunca pensó salir de Nueva York, para esencialmente continuar residiendo en la ciudad de los rascacielos y la incomunicación acompañada. Como hace tiempo que no se de él, puede ser que se mudara a un sector de gente menos pudiente, para volver a sentir al añorado calor humano del dominicano.

El Nacional

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