El presidente Luis Abinader amanece cada día con la misma pregunta rondándole la cabeza: ¿en qué momento comenzó a fracturarse la imagen que tanto cuidó construir?.
Los titulares sobre el Seguro Nacional de Salud (SENASA) y las conexiones de figuras cercanas a su organización política con el narcotráfico no solo hieren su gobierno; hieren su identidad política. Se siente traicionado, no tanto por los adversarios -de ellos siempre esperó ataques-, sino por los suyos, por quienes confundieron la confianza con impunidad.
Porque Abinader, más que un político tradicional, se ve a sí mismo como un reformador en un terreno minado de costumbres viejas y lealtades turbias. En la intimidad del Palacio Nacional, donde el eco de cada crisis suena más fuerte que los aplausos públicos, lo asalta la sensación de aislamiento.
Comprende que gobernar en República Dominicana no es solo administrar el Estado, sino navegar en un sistema donde la decencia a veces se vuelve debilidad. La ética, su estandarte, ahora se ha convertido en un arma de doble filo: lo obliga a ser más severo, más vigilante, más desconfiado, incluso con los suyos.
E l presidente Luis Abinader se debate entre la indignación y la necesidad política. En lo profundo, Abinader siente el peso de la desilusión: la suya y la del país que creyó en un gobierno distinto. A veces, mientras revisa informes o escucha excusas de funcionarios, percibe la distancia entre el ideal que lo llevó al poder y la realidad que lo rodea.
No lo dice, pero lo siente: gobernar es una batalla diaria- contra la naturaleza misma del poder. Y aunque su semblante intenta mostrar serenidad, dentro de él hay un hombre que mira al espejo y ve resquebrajarse la imagen del “presidente diferente”.
 
            
            
            
            
            
 
                                
                                
                                
                                
                                