En la República Dominicana, el auge de La Casa de Alofoke, La Mansión de Luinny y el campeonato de béisbol invernal 2025 han consolidado una cultura de entretenimiento que parece servir, más que para divertir, para distraer.
Mientras el país enfrenta inflación, corrupción y precariedad institucional, la atención colectiva se concentra en los dramas del reality y las rivalidades del estadio.
El filósofo Guy Debord, en La sociedad del espectáculo (1967), advirtió que “todo lo que antes se vivía directamente se ha convertido en una representación”.
Los dominicanos consumen hoy esas representaciones como sustituto de la vida política: opinan sobre expulsiones televisivas, pero guardan silencio ante las expulsiones de derechos y oportunidades que impone la desigualdad.
Desde la mirada sociológica, estas producciones son válvulas de escape emocional. Prometen movilidad y fama inmediata, pero refuerzan lo que Karl Marx describió como la función del “opio del pueblo”: aliviar el dolor social sin eliminar sus causas.
El pueblo ríe, llora y vota en línea, pero no cuestiona el sistema que lo mantiene al borde de la pobreza.
El béisbol, símbolo de identidad nacional, también participa de esta lógica. Según Antonio Gramsci, la hegemonía cultural se construye cuando las clases dominadas adoptan los valores de las dominantes.
Así, la pasión deportiva se transforma en consenso político: mientras ganen los equipos, pierden las demandas ciudadanas.
La antropología revela el mismo patrón. La Mansión de Luinny y La Casa de Alofoke reeditan el mito del “tíguere exitoso”, ese héroe urbano que vence la adversidad con carisma y astucia. Pero detrás del mito hay una trampa: el éxito individual reemplaza el cambio colectivo.

