Hay renovadas esperanzas en nuestra capacidad de asombro. En tanto permanente y creciente, acusa la magia de conectarnos siempre con el ser proactivo y creativo que nos mantiene despiertos. En la vigilia requerida para formar parte y sacar provecho de los cambios que se producen en las mejores etapas de nuestras vidas. Y de la sociedad misma. Cuando cambias, todo se transforma con esplendor.
Desata fuerzas que se mueven entre la sorpresa y la provocación, con el benéfico de la motivación. De ahí que asombro y cambio dependan uno del otro. O, a lo mejor, la primera sensación genera un estado de bienestar asociada inevitablemente al cambio. Esto explica la alegría que nos trae estar atentos o ser testigos de las transformaciones registradas constantemente en la naturaleza y el mundo creado y construido por el hombre.
El niño que vive en nosotros se nos presenta a menudo en el sentido de asombro que delata la vitalidad y ganas de vivir y disfrutar subyacente en todos nosotros y en todo cuanto tocamos. Es lo que nos habla de la buena esperanza que nos ayuda a luchar. A crear y construir.
La pérdida de esta condición que nos mantiene activos, en procura de crecer, debe ser motivo de preocupación. Enciende las luces naranja y roja que nos alertan ante la menor patología o falta de interés y fuerza para seguir adelante.
De manera que asombrarnos y asumir lo que nos llega con diferentes experiencias es, más que un desafío, el anuncio de que algo bueno nos está pasando. Y de que la parte vital que nos mantiene en pie sigue latente. Viva. Lo que pueda haber de lúdico o entretenido en todo esto, es tan provechoso como lo que nos compromete con los proyectos ordinarios, productivos y colectivos, que demanda vivir en comunidad. Ambas caras de la moneda reportan beneficios para nuestro desarrollo material y espiritual.
Los deportes, las religiones y otras actividades sociales juegan un papel de primer orden en este proceso. La familia en su rol primordial es la bujía que enciende y pone en marcha los núcleos señalados.
Me resisto a aceptar la vieja propuesta de los filósofos clásicos que asocian el conocimiento a la falta de sentido de asombro y de misterio.