El nuevo año
En un mundo rápido y competitivo, muchas personas tienden a pensar que la clave para sobrevivir está en buscar sólo su beneficio personal, sin importar lo que ocurre con los demás. A esto se le llama individualismo.
Piensan solo en sí mismos y efectúan cada acción evaluando su propia conveniencia. Estas personas, al no dar ayuda, no la reciben. El individualismo exagerado conduce a la insensibilidad, a la ausencia de grandeza humana, y resta méritos y alegría a cualquier logro por grande que sea, pues no hay con quien compartirlo.
Frente a este panorama es necesaria la globalización de la solidaridad, como plantea el papa Francisco. Esta nos obliga a ir más allá de nosotros mismos, de nuestros intereses personales o necesidades particulares. Este valor nos invita a preocuparnos por otras personas. Existen individuos o grupos a los que podemos ayudar: gente que sufre hambre o pobreza extrema, que vive las consecuencias de un desastre natural, que padece alguna enfermedad; personas discriminadas, marginadas, que necesitan la mano amiga o una palabra de aliento y esperanza.
Pero reconocer esto no basta; para que la solidaridad esté completa no es suficiente con darse cuenta de que podemos brindar ayuda y apoyo, sino que hay que hacerlo; es decir, se trata de reconocer las necesidades de los demás y actuar en consecuencia y contribuir a que se pueda cambiar esa realidad.
Es tan grande el poder de la solidaridad que cuando la ponemos en práctica nos hacemos inmensamente fuertes y podemos asumir sin temor alguno los más grandes desafíos, al tiempo que resistimos con firmeza los embates de la adversidad. El que se niega a colaborar de manera entusiasta y desinteresada con quienes lo rodean, para el logro de un objetivo común, renuncia a la posibilidad de unirse a algo mucho más grande y más fuerte que él mismo. Como dice un adagio, en la unidad está la fuerza. Solamente podemos ser felices cuando somos útiles. Por eso es necesario contribuir a cambiar la realidad en que vivimos.
Me llega a la mente una señora del barrio en el que nací. Ella es de piel morena, de estatura promedio, pelo corto canoso por los largos años de vida, rostro un tanto arrugado por el pasar de los años, complexión lánguida y mirada serena, de voz fuerte y enronquecida por los años y la penuria, de manos maltratadas y callosas por el trabajo indigno, los pies casi siempre descalzos o con una chancleta que no aguanta más arreglos, el vestido gastado y con algunos remiendos.
Pablo Vicente

