En pleno siglo XXI, la persecución del vudú y otras manifestaciones afrodescendientes continúa siendo un reflejo del racismo estructural heredado del trujillismo. Lo ocurrido en Villa Vásquez, donde el alcalde interrumpió una ceremonia espiritual tachándola de “satánica” y amenazó con deportar a todos sus participantes a Haití, no es un hecho aislado. Es el síntoma de una enfermedad histórica: el desprecio institucionalizado hacia lo afro.
El vudú no está prohibido por ley en nuestro país. La Constitución, en su artículo 45, garantiza la libertad de culto. «Se reconoce y garantiza la libertad de conciencia y de cultos, con sujeción al orden público y a las buenas costumbres.» (La ceremonia se celebraba en un espacio cerrado y participaban personas de todos los sexos y edades y no afectaba ni física ni verbalmente a nadie).
Sin embargo, leyes heredadas de la dictadura —como la Ley 391 y el reglamento 824 de Espectáculos Públicos— son utilizadas para censurar, criminalizar y expulsar las religiones y expresiones culturales de origen africano.
Durante el régimen de Trujillo, se prohibieron rituales afrocaribeños, se destruyeron altares, se detuvieron practicantes y se impuso una visión católica, hispánica y blanca como la única válida.
A través de campañas de “dominicanización”, se buscó borrar todo rastro haitiano y africano del país. Esa doctrina racista aún perdura: en nombre de la “moral cristiana” se prohiben ceremonias como el Gagá, las danzas congas o la adoración al Barón del Cementerio.
Hoy, funcionarios públicos y líderes religiosos insisten en que el vudú es “satanismo haitiano”, ignorando su profundo valor cultural, espiritual y comunitario. ¿Acaso el vudú no forma parte de la historia de miles de dominicanos afrodescendientes? ¿Por qué se permite que se estudie la Biblia en las escuelas, pero se censura el legado africano en nuestras aulas y medios?.
El Concordato con la Iglesia Católica y el subsidio estatal a las iglesias evangélicas consolidan un monopolio religioso que no deja espacio para otras creencias. Mientras tanto, comunidades enteras son despojadas de su identidad, perseguidas por celebrar su herencia.
No es “moral” ni “patriótico” reprimir la diversidad espiritual. Es racismo. Es xenofobia. Y es una violación directa a los derechos humanos.