Llevo fuera del país casi un mes, en una gira poética que me ha conducido desde el Instituto Cervantes en París, a los predios de un castillo Medieval en Peñíscola.
Les confieso que estar en la casa de Benedicto XIII, el “Papa Luna” (uno de tres Papas, uno Alemán, otro Francés, y él, que era Español), quien promovió la unificación territorial de España antes de los reyes Católicos; figura unilateral, política, religiosa y guerrera (porque la guerra siempre fue fundamental para los Pontificados), e inspirador de la orden del Temple, o templarios, me sobrecogió.
Como en una Epifanía entendí que la historia es circular y el ser humano siempre el mismo, y de golpe pase de la comprensión del Bajo Medioevo a la hoy República Dominicana.
En todos los espacios donde me he movido predominan dos sentimientos: el horror y la pena frente al país. Estupefactos, mis amigos me muestran los videos que circulan mundialmente sobre la situación diomínico-haitiana, donde vociferantes negros, mulatos y uno que otro blanco, hacen alarde de su ignorancia histórica, falsa valentía y falta de prudencia.
Todos y todas advierten: “En tu país se está promoviendo una matanza y esa sangre lo destruirá moralmente, y como meca del turismo mundial.
¿Y, preguntan: Esta proliferación de estruendosos “héroes mediáticos” donde estaba en el 1965? Y, Pelegrín, cuando expresa sus dudas de que “se regularice a los inmigrantes”, sabe que pontifica en una nación con dos millones de emigrantes? No es esa la posición de los agroindustriales y capitalistas del sector de la construcción, importadores de mano de obra haitiana y opuestos a la Ley 80-20? ¿Y de los promotores de ese gran negocio que es la frontera y su “defensa”.
¿No es ese el mismo político que se proclama cristiano?
¿Y, preguntan: A quien favorece la desaparición de la otrora cálida, alegre, generosa y hospitalaria República Dominicana? ¿Al sector minero que ya comenzó a explotar la mina de oro de San Juan de la Maguana, donde cruza la frontera, y otra nueva que se acaba de descubrir? ¿A cuál capital? ¿Al del gobierno de Trump, ese descendiente de inmigrantes alemanes, que entró en USA sin documentación y se enriqueció con prostíbulos y bienes raíces?
Frente a estas interrogantes y desafíos, azuzados no solo por la irresponsabilidad social de quienes sufren de una enfermiza y rastrera (con insultos como adjetivos cada dos palabras); y frente a la visión colectiva del primer mundo de que estamos en el vórtice de un cataclismo social que nos estigmatizará sin remedio, me declaro fatalista.
Y, como Salome Ureña, presiento nuestra Ruina como nación e inevitablemente me angustio.