A ver, ¿cuándo fue la última vez que suministraste tus datos sin temor de que algún día sean vulnerados y vendidos al mejor postor?
Día tras día todos nos vemos expuestos a este dilema. La sociedad de hoy, hiperconectada y cada vez más dependiente de la tecnología, se mueve sobre datos: cada industria imaginable, desde la salud hasta el marketing, maneja y aprovecha datos para su beneficio.
Siempre se ha sabido que los datos son un componente esencial en todo negocio; lo que no siempre resultó tan evidente es su valor intrínseco, y eso cambió para siempre con la llegada de las redes sociales y gente como Mark Zuckerberg, que supo advertir la mina de oro sobre la que estaba parado por vía de Facebook.
No es casualidad que la llegada de las redes sociales desatara una fiebre de recolección, análisis y aprovechamiento -a veces nada ético- de los datos, con numerosas compañías ofreciendo servicios de escucha e inteligencia social que a su vez dieron pie a otros proyectos de naturaleza muy invasiva.
Es así como llegamos a la sociedad de hoy, donde estamos bombardeados por anuncios tan personalizados que rayan en lo indebido, donde para todo tenemos soltar nuestros datos y donde hay poca posibilidad de no ser rastreados por esa vía.
Los avances en inteligencia artificial, que casualmente se alimenta de nuestros datos, tan solo empeoran las cosas.
No es casual que desde 2011 los datos se consideran el nuevo oro y, partiendo de este punto, no es sorpresa que los hackeos y violaciones a sistemas se hayan multiplicado desde ese entonces al punto de convertirse en un relajo.
No pasa un día sin que nos enteremos que tal o cual compañía fue víctima de una filtración de datos. Ocurre a lo largo y ancho del mundo en cada industria imaginable, sin importar que sea una compañía pequeña o una compañía grande o multinacional.
Google, Microsoft, MGM, Salesforce, LinkedIn… la lista es interminable. Todas estas compañías han sido hackeadas, víctimas de filtraciones de datos que ponen en entredicho sus procesos internos de seguridad y que, de paso, ponen en riesgo a sus clientes de maneras a veces insospechadas.
A veces se trata de una simple brecha de seguridad que aprovechó una vulnerabilidad no detectada, otras veces se trata de ataques premeditados que persiguen varios objetivos, desde hacer pasar vergüenza pública hasta exigir pagos con fines ulteriores.
Sea producto de malware, ransomware o un simple descuido humano, todos esos datos filtrados automáticamente se convierten en un peligro público.
Los hackers a menudo amenazan con vender esa información en el mercado negro de la dark web, y suele ocurrir que exigen pagos para supuestamente no hacer eso, pero es un engaño: pago o no pago, la oportunidad de sacar provecho a esa información, altamente codiciada, jamás es desperdiciada.
Solemos ver el tema de los datos expuestos desde el punto de vista del usuario individual, pero las víctimas no se limitan al típico usuario de internet y recursos digitales: las compañías como tal también son víctimas, y ejemplo de esto lo vemos con el reciente incidente Red Hat, donde 28 mil repositorios contenidos en una instancia de GitLab fueron robados por CrimsonCollective. 570GB de data comprimida fueron extraídos, conteniendo reportes clientes donde figuran datos muy sensibles de infraestructura, códigos y demás.
Ante tantos hackeos, la conclusión es sencilla: no hay datos privados. Se decía antes que las redes sociales eran el principal culpable de la falta de privacidad, pero los incidentes de ciberseguridad son infinitamente peores.