Como todo ser común, me llegan a hastiar determinadas cosas o situaciones, donde muchos ceden y dejan el agua correr ante la impotencia de algo cambiar, es decir, se rinden, pero he vivido obsesionado con las cosas bien hechas o por lo menos, con la intención de que así sean y me niego a aceptar lo que no se debe aceptar, como sería la indolencia y la ineptitud con los problemas y un país que camina a un rumbo del desroden total que nos aquejan como pueblo, ya que, de una u otra manera, igualmente me afectan.
Salvo honrosas excepciones, los políticos en las últimas décadas han jugado con fuego, dejando una candelita aquí y otras allá, desconociendo el peligro que eso significa para la convivencia decorosa y humana dentro del país.
Han jugado hasta a la desvergüenza con el problema haitiano y a pesar de lo que se ha hecho hasta ahora, al haber llegado tan lejos cerrando los ojos -aunque abriendo los bolsillos, se ve poco el progreso al que se ha llegado.
Del tránsito siquiera decir, ya parecemos cualquier ciudad de esas famosas por el caos que producen los rickshaws, tuktuks o peor, los llamados Tatao; motoristas y vehículos públicos cual si fuesen animales sueltos en una pradera.
En tanto aquí se comenzó a permitir el desorden vehicular que ya es un caos, donde, ningún honorable u “onorable” -casi lo mismo-, que proponga prohibir, durante cinco o diez años, la importación de motores de dos ruedas y otros muchos de tres que, haciendo esto, aun dentro de 5 o 10 años tendremos en el territorio motores que sobran.
Ningún teórico ha pensado en volver a ponerles las placas públicas al concho; obligar a pintar de amarillo a todo el carro público de concho o taxi; radicalizar la inspección de estos y, hasta alternar sus días de trabajo.
Aunque muchos pensarán que esto le corresponde al gobierno y, quizás tengan razón, pero, con esta política clientelista, es posible que, no exista el valor y el coraje político para tomar estas decisiones, por no hablar de la falta de colgantes, ya que podría interpretarse como algo semi- irrespetuoso, aunque al final, simplemente, es lo mismo.
El otro gran problema que ha generado la permisividad y el clientelismo es la inseguridad ciudadana, que debería descansar en los hombros de la policía nacional, a pesar de que, todo el mundo sabe que no tiene hombros para sostener ese peso de responsabilidad.
Nos han inundado con supuestas buenas intenciones, obviando, que no siempre estas coinciden con un buen desempeño.
Hasta podríamos decir, que se han decidido por la forma, el uniforme y demás chacharas y no por obtener la eficiencia del órgano policial.
Cada acción de la policía tomada en cámaras, demuestran claramente las flaquezas que padecen, pero que, quienes están llamados a verlas, se hacen los ciegos, aunque más bien parecería desconocimientos y miedos para actuar como deberían.
Solo y bastaría ver la carencia de un negociador policial cuando se produce una situación de rehenes o atrincheramiento en algún lugar, donde el relacionador público se apersona como si fuese un clérigo o cuando llegan a la escena del crimen nadie pone orden en los alrededores, es decir, acordonar el área para proteger evidencias y mantener el orden.
Por igual sucede cuando se apropian de pruebas del delito como armas, ya sean blancas o de fuego, donde la toman sin ningún tipo de protección, desconociendo el uso de guantes para no alterar las huellas -total, que al parecer tampoco realizan ningún tipo de experticia en laboratorio alguno-, causando estupor el ver cómo, en el último de estos episodios, el relacionador cogió el arma como si fuese un plátano.
Y siquiera hablar de la manera que se presentan al lugar de los hechos -como sucedió en este último evento- desprovisto de la debida protección corporal y el uso de las macanas y las esposas para proteger la integridad física del sospechoso, han y brillan por su ausencia y, ni hablar de decirle sus derechos al imputado. Todo un desastre, un desmadre. ¡Sí señor!

