Trabado en una insistente y suave neblina, un tímido sol naciente -que no acaba de levantarse-, nos deja ver, a lo lejos, unas verdes oscuras montañas que se alzan atentas, fieles testigos de una historia que comienza en sus laderas, definidas a veces de azul, y otras tantas de verde. Guardianas del silencio, su dignidad se consagra en nuestra reverencia. De ahí la extensión de lo que representa, patente en el presente y en la prosperidad.
En tal grandeza se inspira una ciudad que, en una mañana fresca de otoño, despierta y se pone de pie, manos a la obra, para asumirse como tal. Pujante en sus empresas, firme y decidida en sus afanes. Las ventanas del hotel, abiertas de par en par, nos ofrecen los buenos días, amables y cálidos a pesar del frío.
Acá, de inmediato, un parque encantador con jardines exquisitos, decorado con apego a las bondades de la naturaleza, y acondicionado para prolongar en sus senderos y calles circundantes la acogedora dulzura propia de un hogar.
Más allá, entre las brumas, imponentes siluetas de edificios altos ofrecen cierto contraste con otros cuyas moderadas dimensiones guardan relación con el alma y corazón sino-latino que aún late en ella. En sus casas coloniales, oficinas gubernamentales, monumento, plazas, en fin, nos cuentan su historia.
Desde lo alto, el paisaje se nos antoja grato y evocador. Entre techos y fachadas, de rojo allí y de verde olivo o azul celeste allá, de una blancura abundante y limpia, sus calles estrechas y anchas se cruzan proporcionado una armonía concéntrica que invita al paseo, diurno o nocturno, a compartir, a tertulias entre amigos o, en el mejor de los casos, a furtivos encuentros amorosos. Sus ruinas provocan levantarnos, andar y crear. Una feliz paradoja que nos muestra el pasado como un referente invaluable.
Lo histórico, tradicional y moderno mezclados en un reducido territorio que no sustrae ni escatima recursos para la educación, el esparcimiento y la alegría, enfocado en la actividad productiva.