El poeta peruano César Vallejo sabía que iba a morir un día lluvioso en París. Nosotros sabíamos que íbamos a recuperar la alegría en la Ciudad Luz justo al inicio del verano, cuando la ciudad está aun florida, predomina el verde, una especie de euforia con jóvenes riendo y besándose en todas partes, y en la Plaza Trocadero de la Torre Eiffel dos grupos de danza.
Uno conformado por mujeres de todas las razas y bailando dembow y salsa, con una instructora que parecía dominicana; y otro con adolescentes asiáticos profesionales de la danza moderna, que hubieran deslumbrado a Mundo Poy y Henriette Wiese, en medio de una filmación; globos de todos los colores y torres Eiffel de todos los tamaños, desplegadas en suelo por jóvenes africanos y sus niños, también danzando.
Era y es la vida en todo su esplendor, ajena a Rusia y Ucrania, Irán y Trump, las imágenes de haitianas parturientas y de pequeños niños deportados aferrados a los barrotes de las camionas. La vida ajena a la crueldad cotidiana. Y justo cuando regresábamos al Barrio San Michel, después de un noche de bohemia en Montmartre, una noticia que no esperábamos, nos descendió de golpe al mundo que habíamos logrado evadir por unas horas.
¡Dinorah ha muerto!, me avisaron mis amigos de Nueva York. «Tu hermana Dinorah Cordero se ha ido». Un alud de pésames porque nuestra amistad, de medio siglo había trascendido el tiempo y todo el mundo conocía el indestructible cariño y lealtad a toda prueba entre nosotras. Me molesté con Dinorah: Tenías que irte ahora? Cuando no podía verte, ni hablarte, ni darte el abrazo final? Me molesté con la vida! Que ganas de echarle jabón a la sopa!.
Solo para escuchar la voz segura y determinante de Dinorah, recordándome que la vida es apenas un tránsito y que de seguro nos volveremos a encontrar, porque si algo trasciende la muerte es el amor. Entonces Dino volvió a lograr los de siempre: que yo diera las gracias por haber compartido los mejores años de nuestra vida en las más hermosas y esperanzadoras batallas en el Alto Manhattan, Corona, Washington DC, durante. las marchas contra la guerra de Viet Nam; o frente al Consulado Dominicano (Dinorah dirigía el Comité por la Defensa de los Derechos Humanos); cuando luchábamos porque nuestra gente, los dominicanos y dominicanas inmigrantes, no fueran víctimas del racismo, la violencia policial, los desalojos compulsivos de las aceras (donde vendían sus vegetales, empanadas, tostones, chuchería y, hasta habichuelas con dulce, y montaban sus talleres de mecánica). Para que los dejaran vivir y trabajar en paz, porque a eso aspiran, y aspirábamos, todos los emigrantes del mundo.
«Hicimos lo que pudimos Chiqui, no lo olvides». Y con Silvio Rodríguez podemos afirmar «Yo me muero como viví».