La creciente deuda del Gobierno con empresas generadoras de electricidad, que ya asciende a 905 millones de dólares, es el drama de nunca acabar porque literalmente el intento de saldar esas acreencias se compara con la imposible tarea de intentar vaciar el mar.
Lo peor del caso es que la Asociación Dominicana de la Industria Eléctrica (ADIE) advierte que a causa del impago de esa deuda “algunos generadores ya se han retirado del mercado hacia otros más confiables, como Panamá”, aunque no identifica a esas compañías forzadas a emigrar.
Al presentar un cuadro desolador de la industria eléctrica, ese gremio empresarial afirma que sus asociados han tenido que solicitar préstamos para para mantener sus operaciones, además de advertir que la población resultaría afectada por un eventual incremento de los apagones.
Como si fuera poco, la ADIE atribuye las interrupciones eléctricas a la ineficiencia de gestión comercial de las empresas distribuidoras, “que no son capaces de cobrar a los consumidores toda la electricidad que les sirve”, sin llegar ese gremio a admitir que aquí se expende el kilovatio más caro de la región.
Conforme al elevadísimo criterio de esa asociación de empresas de generación eléctrica, la culpa absoluta por la crisis de ese subsector recae sobre el Gobierno, las distribuidoras y los consumidores.
La fórmula infalible para resolver esa crisis, por consiguiente sería que el Gobierno pague lo que debe, que las distribuidoras cobren por la electricidad servida y que la gente pague por el servicio. Obviamente que jamás se toquen los contratos absurdos y viles que sustentan la mentada industria eléctrica.
Para empezar debería decirse que la deuda del Gobierno con los generadores de electricidad no es tal acreencia, pues esa operación obra como un préstamo de esas empresas al Estado, que genera un interés a una tasa tres o cuatro veces mayor a la que ofrece la banca comercial.
Al acercarse el fin de año, los prestamistas reclaman de sus deudores el pago total de capital e intereses y que se garantice por siempre la vigencia de un drama que lacera las finanzas públicas, al obligar al Gobierno a tirar en saco roto más de mil 500 millones de dólares al año.