Aquel escenario le parecía aburrido como conferencia de científicos. Para un jovencito tan intrépido como él, con asombroso interés por asuntos que suelen aparecer más tarde, acudir 5 horas cada día a ese lugar era un sacrificio que asumirlo le costaba cada vez mayor esfuerzo.
Lo de ese especial carajito no era fácil. Descubrió demasiado rápido los placeres que con su profusa imaginación podía autoproducirse. Eso lo conducía a intentar las travesías más insólitas.
Como las butacas de su curso tenían una especie de mesa que ocultaba la parte baja de su cuerpo, en plena clase hacía exploraciones táctiles que le generaban un promontorio en su entrepiernas.
Lo extraño era que aquellas fantasías no tenían en sus compañeritas su fuente de motivación. A ellas las consideraba niñas desprovistas de destrezas para estar a la altura de su experiencia. Eran sus maestras y las madres de sus amiguitos quienes provocaban sus apetencias de nadar sobre el océano de sus pieles.
Ese derroche de lujuria se llevaba a cabo en el colegio más conservador e hipócrita del pueblo. A la madre superiora, de quien se comentaba que sentía atracción por sus iguales y que sostenía una relación especialísima con la más encopetada profesora, este muchacho empezaba a perturbarle.
Le irritaba que sus diferenciadas actuaciones y sus conductas salpicadas de morbosidad, le contaminara el ambiente falsamente impoluto que se obstinaba en proyectar de su elitista plantel académico.
No se imaginaba el derrotero que iban a tomar los acontecimientos. Llegó, trasladada desde Santo Domingo como castigo por mal comportamiento, la monja que desató los instintos de nuestro personajillo. Lo novedoso resultó ser la acogida que la recién llegada ofrecía a las cada vez más ostensibles insinuaciones de quien era la representación de la precocidad.
La complicidad entre ambos crecía. El centro, del sitio menos deseado, se convirtió en el espacio soñado para quien cada mañana se levantaba con la ilusión de ir a compartir coqueterías con su foco de atracción. Preguntas capciosas le hacía y las respuestas competían en atrevimiento. Conocía al detalle las rutinas de su preferida.
¿Qué ocurría aquella mañana que no aparecía en ninguno de los lugares habituales? Sin pensarlo, tomó el camino que conducía a la zona restringida, donde quedaban los dormitorios de las consagradas. Allí estaba, la ausencia del hábito le sedujo. Al gesto de ella reconoció el permiso para acercarse. Obvio que, para ninguno, fue el primer beso.
Por: Pedro P. Yermenos Forastieri
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