Opinión

El derecho a ofender

El derecho a ofender

Orlando Gómez Torres

Las ofensas se toman, no se dan. Esa frase resulta ajena a muchos dominicanos que han hecho de sentirse ofendidos una profesión. El ejercicio pleno de la libertad de expresión “ofende” y con frecuencia reclaman a las autoridades la censura no sólo silenciando al “ofensivo” sino directamente exigiendo su encarcelamiento. Trujillo murió hace 56 años, pero el hedor de su putrefacto legado sigue impregnado en nuestra sociedad.

El derecho a la libertad de expresión y a la libertad de pensamiento, ambos establecidos en nuestra Constitución, no existen con el propósito de proteger las expresiones y los pensamientos que les gusten a todos, por el contrario, esos derechos fundamentales existen justamente para proteger las expresiones y pensamientos controversiales, los que causan malestar, los que “ofenden”, lo que muchos llaman el “libertinaje”. Si no fuera el propósito de estos derechos proteger justo aquello que no gusta, estos fueran completamente inútiles.

Los grandes avances alcanzados por nuestras sociedades se han logrado gracias al cuestionamiento de absolutamente todo, los logros de nuestra especie siempre han empezado con el sacrificio de vacas sagradas. De ahí radica la importancia de proteger el derecho a ofender, tomar las ofensas es la mayor retranca a nuestros avances.

Por supuesto, la libertad de expresión tiene y siempre ha tenido limitantes prácticas, como la difamación y la injuria, que en nuestro país lamentablemente, y por el momento, acarrean sanciones del tipo penal no obstante ser de claro interés privado y cuya naturaleza debiera ser enteramente civil.

Las mismas, sin embargo, no constituyen una sanción a ofender, un derecho legítimamente protegido, sino atentar contra la dignidad de las personas por medio de declaraciones claramente falsas.

Esa protección, sin embargo, no es ni puede ser extendida a figuras de carácter histórico, ni mucho menos a ideas o creencias, sin importar que tan prevalentes las mismas sean en la sociedad. Ese delicado balance es lo que diferencia a las verdaderas democracias de las “democracias” de papel o los dictaduras.

Pudiera decirse, y personalmente estaría de acuerdo, en que así como existe un derecho a ofender existe un derecho a sentirse ofendido, sin embargo, eso no implicaría bajo ninguna circunstancia una facultad u obligación del Estado a intervenir por medio de la censura en contra de una u otra parte.

Ofender, sin importar que tan desagradable nos pudiera resultar, es una parte intrínseca de funcionar en democracia, y es algo a lo que debe adaptarse nuestra sociedad si desea seguir avanzando. Es tiempo de madurar un poco y aprender a responder a lo que entendamos ofensivo como adultos, ignorando la ofensa u ofreciendo mejores contraargumentos, como se hace en las sociedades civilizadas.

El Nacional

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