Una simple frase describe el complicado progreso de la República Popular China. Den Xiaoping, enclaustró aquel «milagro» histórico con el siguiente enunciado: «No importa si el gato es blanco o negro, lo importante es que cace ratones».
Cierto es que las teorías son muchas, pero la realidad es una sola, y en el caso mandarín, la praxis ha sido auspiciosa; la República Popular China pasó de ser una nación sumida en la indigencia y la pobreza extrema, a posteriormente convertirse en la segunda potencia del mundo.
Hoy, las estadísticas chinas hablan solas, pues con más de 1,300 millones de seres humanos, un PIB de 18 billones de dólares, y un desempleo de apenas un 4,3 por ciento, demuestra el salto sideral del gigante asiático.
La situación en la patria del dragón oriental a finales de los años cuarenta, contexto en donde hubo hambrunas en las que murieron millones de personas, era calamitosa. Algunos de los dirigentes chinos oteaban un necesario nuevo camino a seguir.
Uno de esos que desdeñaba el inmediatismo como fórmula de avance lo fue Zhou Enlai. Emulando un oráculo que avizoraba el crecimiento de su país, el primer ministro chino, se refirió a la necesidad de profundas reformas dentro del sistema.
Criado por una mujer y alumno ejemplar en su época de estudiante, este sobreviviente de la peligrosa Revolución Cultural, se manejó con extremada prudencia, presagiando el rumbo diferente que colocaría los primeros peldaños que posteriormente encausaron a China hacia su fastuoso crecimiento.
Despojado de rencores —en 1954 un secretario de estado de USA se negó a saludarlo durante una cumbre en Ginebra— Zhou Enlai (junto a Kissinger) armó el encuentro entre Nixon y Mao Tse-tung de febrero del año 1972, reunión que obligó a re-escribir la historia.