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El Fausto de Leipzig

El Fausto de Leipzig

Eduardo Álvarez

Érase una vez un drama escenificado y contado reiteradamente. De igual modo, renovado y refrescado con el tiempo. Porque el Poeta debe crear aquí y ahora diversión y alegría, porque también la poesía se puede ordenar. Es y debe ser lúdica. Útil indiscutiblemente. Agradar y ser estimulante gestora de ideas transformadoras. Más bien, revolucionarias.

Auerbachs Keller, en Leipzig, la taberna estudiantil, es el escenario eterno que aún perdura. Estar allí es contar en carne viva el drama del supremo poeta alemán. Van y vienen viajeros, contertulios, testigos de una historia que, con el tiempo, se hace más fascinante.

Cuando aparecen Mefistófeles y Fausto, los estudiantes -es decir, los visitantes- quieren escuchar a los recién llegados. De eso se trata, escuchar cosas nuevas y cómo disfrutarlas.

La obra es incomparable, en tanto elevada. El uso discrecional de palabras y la forma de las estrofas del drama dan testimonio de la maestría de Goethe. Le llevó 60 años construirla. «El arte es largo, pero la vida es breve”, nos enseña Hipócrates.

“Predomina el verso de madrigal, pero también se pueden encontrar coplas de ciego, versos blancos, ritmos libres y prosa pura”.

Fausto, como Goethe, es un panteísta, es decir, supone la acción divina en todos los fenómenos de la naturaleza.
La narrativa en que nos envuelve la guía presente procura meternos inmerso en la obra. Andar y movernos libremente entre el Doctor Fausto, Mefistófeles y Gretchen. Créame que es así. La taberna nos sirve y abraza con el mismo calor de los primeros años del siglo 19, que vieron nacer este drama.

Y Leipzig, encantadora ciudad alemana donde el Fausto de Goethe nace, crece y se reproduce, guarda la misma magia cautivante de la más alta producción del Poeta. Confirmando, acaso, que nada estimula más al espíritu creativo que el lugar en que se desenvuelve.