En tiempos del emperador Nerón, específicamente en julio del año 64, ocurrió un voraz incendio en la antigua capital que destruyó por completo esa clásica metrópolis. Se le atribuyó la autoría del inextinguible siniestro al monarca hijo de Agripina, a quien mandó a asesinar.
Nerón no exhibía un comportamiento diferente de los mostrados por la mayoría de soberanos que había tenido Roma. Desde perversión hasta aparentar dotes de artista y deportista siendo un impostor, este jefe de estado había enseñado su carácter inescrupuloso y obcecado en la conducción del imperio.
La historia no acusa directamente a Nerón de la quema de Roma, pero se hizo sospechoso inmediatamente comenzó a murmurar que la ciudad estaba mal construida, y que había que rehacerla totalmente, siguiendo un plano urbanístico más racional (Historia de Roma, Indro Montanelli, pág. 301).
Cuando brotaron las primeras llamas, Nerón no se encontraba en Roma, pero inmediatamente se enteró de la desgracia, acudió a la urbe y ordenó socorro para los afectados.
Como todos los volantes repartidos, comentarios y rumores sobre el fuego los sindicaban como el responsable del infortunio, buscó un «chivo expiatorio» para hacerlo cargar con la culpa de la candela; recordó que Poncio Pilato había crucificado a un hombre que sus seguidores decían era el hijo de Dios.
Inmediatamente inició una cacería en masa en contra de los católicos: los lanzó a las fieras, los quemó vivos, generando esto una atracción por aquellas personas capaces de inmolarse por su fe. Nerón murió de una puñalada propinada por su secretario.