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El pintor

El pintor

Eduardo Álvarez

Es envidiable la reputación de los pintores. No cabe duda. Un gran amigo, contertulio de temas literarios, nos observa con marcada precisión la imperdonable omisión de El Pintor en el artículo Timón y César publicado el otro día. Error que enmendamos resaltando el valor de este personaje en La vida de Timón de Atenas, de Shakespeare.

“El arte hace vivir estos rasgos mejor de lo que lo haría la vida”, sostiene El Poeta para apreciar unos cuadros que El Pintor lleva consigo. Invaluable apología de la plástica que, a riesgo de exagerar, nos deja caer esta otra plomada: “el retrato es casi el hombre”, juicio en el que Shakespeare otorga un carácter inmutable al arte, superior al propio comportamiento humano. Desborda, incluso, a la naturaleza con el peso que gravita en ella.

En la otra cara de la moneda, el Bardo pone en boca del insolente y preclaro Apemento un lamento singular: ¡Que frívolo enjambre conduce la vanidad!, en el que advierte a Timón de la inconstancia en el comportamiento. “Porque está visto que los hombres cierran sus puertas al sol poniente”. Ni el egregio Pintor con sus lienzos al hombro en tan sublime trance, se le salva a ese cantor de verdades.

Aún así, el afecto del que goza entre amigos y admiradora no sufre mella alguna. Destaca en méritos y valoraciones. Reconoce, modestia aparte, que su capacidad de exponer la vida de los hombres con sus veleidades supera con mucho las posibilidades del escritor de retratar los hechos con palabras.

De manera que hasta el mismo Apemento, patentado a semejanza del irreverente Sir John Falstaff, de Enrique IV, no para de propalar sentenciar, mondas y lirondas.

Tendría que quitarse el sombrero para inclinarse ante aquellas vívidas pinturas, tan reveladores como inspiradores. Si no lo hace, sin embargo, es por el compromiso de ser fiel al personaje que lleva dentro. Tampoco lo hace Falstaff, amén de resguardarse. Genio y figura.

El carácter con sus singularidades nos predispone a la singularidad, a la condición de ser únicos, como nuestras huellas dactilares y ADN. De ahí que el resultado de nuestras obras e ideas sean particulares. Irrepetibles e inconfundibles, como los cuadros que nos trae El Pintor, y que tanto entusiasman a El Poeta.