Articulistas Opinión

En memoria de un amigo

En memoria de un amigo

Namphi Rodríguez

El mes que acaba de transcurrir se cumplieron dos años del súbito deceso del abogado y periodista Manasés Sepúlveda, un suceso silente como su vida, pero estremecedor.

Con la reproducción de algunos fragmentos del artículo que publiqué en ocasión del “último viaje de Manasés”, quiero dejar testimonio de lo que Milán Kundera llamó “la insoportable brevedad del ser”.

Su sonrisa era amplia y franca, como en aquellos días en que serpenteábamos felices entre redacciones de periódicos leyendo de todo y debatiendo al fragor de los estertores del mundo bipolar en que vivíamos con una que otra obra prestada.

El último viaje de Manasés Sepúlveda nos sorprendió a todos. Su proverbial locuacidad hizo mutis. Su portentosa figura se escurrió por las claraboyas de la tarde. No quiso avisarnos de su misterioso viaje…sencillamente decidió partir con esa parsimonia que le era habitual.

Al filo de las dos de la tarde, el periodista Nelson Encarnación y yo hacíamos timbrar incesantemente su teléfono para hablarle de la última novedad judicial. Era extraño que no nos respondiera…Entonces el doctor Manuel Bergés Coralín escribió un mensaje fulminante en su cuenta de Twitter: “con gran pesar les informo el fallecimiento del licenciado Manasés Sepúlveda Hernández, oportunamente avisaremos hora y lugar de sus exequias. Que nuestro Señor acoja su alma y dé paz a su familia en tan triste momento”.

Quedamos pasmados. Alguien tan vital, tan humanamente presente, había emprendido su último viaje en silencio, sin apenas decirnos “poeta, adiós”…sin un abrazo, sin un apretón fraternal de manos.
En el primer momento me rehusé a aceptarlo, pero entonces pensé en esa frase tremenda de Robespierre: “la muerte es el comienzo de la inmortalidad”.

Sólo entonces entendí el silencio de su partida. Es más fácil soportar la muerte de un amigo sin pensar en ella que sufrir su partida. Al fin y al cabo, Manasés no iba a ser motivo para entristecer la tarde.
Como escribió Emily Dicknson: “morir es una noche salvaje y un nuevo camino”, porque, a la postre, Tolstói tenía razón cuando afirmaba que “la muerte no es más que un cambio de mansión”.

En lontananza quedará su enorme presencia, no como “permanencia del llanto”, sino como felicidad o como agua cristalina que corre tranquila entre la hojarasca de un fresco riachuelo.

En mi memoria, su amistad será como esa imagen patética, pero bella de Ana Karenina: “todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo para sentirse desgraciada”.

En mi memoria, la Ana Frank que tanto disfrutábamos: “mientras pueda morir al cielo sin temor, sabrás que eres puro por dentro y que pase lo que pase volverá a ser feliz”.