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Esa oscura arma: la difamación

Esa oscura arma: la difamación

Chiqui Vicioso

Hace unos años un poeta, tempranamente fallecido, insistió, para mi extrañeza, en visitarme. Extrañeza porque nada me unía a ese personaje y no existía entre nosotros ninguna relación de amistad, o confianza. Una vez en mi casa, este poeta me dijo que necesitaba verme para pedir mi “urgente intervención en un asunto muy delicado: la infidelidad de una poeta contra su entonces esposo” (quien yo sabía sostenía relaciones con otras tres mujeres simultáneamente mientras estaba casado). Sibilinamente insistía en que solo yo podía advertirle a ella lo que se estaba difundiendo, por mi amistad con ella y mis principios “feministas”.

Mi respuesta fue muy sencilla: ¿Ya hablaste con ella? “No, imposible, eso solo lo puedes hacer tu”. Empero es tu deber hacerlo, porque la única manera de parar el chisme, o las difamaciones, es dándole la oportunidad a la señalada de defenderse. Ante su insistencia, le dije lo que tenía que decirle: “Aquí, todo el mundo literario sabe que tú siempre has estado enamorado de ella, así es que tu actitud está llena de mala fe, difundiendo una calumnia mientras simulas estar preocupado por ella”. Claro está que no volvimos a hablarnos. Luego supe que había muerto y agradecí a la divinidad habernos librado de un ser tan perverso.

Les cuento este episodio como víctima de múltiples difamaciones que el tiempo y mi praxis han puesto en su lugar. Yo era una “dominicanyork”, además ¡horror! “poeta”, “pajonúa y promiscua”, que había llegado a esta media isla a destruir la santidad de instituciones como el matrimonio, fácil manera de evitar la responsabilidad de haber arruinado un matrimonio donde una de las personas había perdido interés en la relación (por fanatismo religioso), así como hacen muchos hombres cuando finalmente su pareja decide salir de una situación donde lo que menos importa es el amor.

Yo podía, porque tenía la información, retaliar, pero no lo hice, porque había prole de por medio, algo que deberían aprender quienes utilizan a los hijos como armas de guerra. En infiernos rodeados de agua por todas partes, como nuestra media isla, la gente que no tiene ideología se divierte con el chisme, la especulación, la difamación. Y para ello siempre se niega a escuchar al sujeto/a de sus maledicencias.

Pasa lo mismo en los trabajos, donde se arman expedientes -de modo preventivo- que impidan el acceso a la verdad, y si hay miles de dólares de por medio, la guerra es aún más sucia.

¿Qué consuelo queda? Decía mi abuela que el éxito de nuestra verdad y moral se mide por la agresividad de la contrarreacción, apresuradamente preventiva, porque nadie ataca a los/as insignificantes.
¡Celebremos nuestra fuerza!