La división de poderes del Estado obedece a una razón teórica e histórica de una importancia capital. Sin la materialización de esa división, la funcionalidad y estabilidad de la cosa pública no sería posible.
Recordemos que el Estado no solo es, como pretenden algunos opinadores con aires de ascéticos, un conjunto de instituciones que tiene por finalidad garantizar la vida en sociedad, proporcionar las condiciones para que la comunidad pueda producir, recibir y disfrutar de los bienes y servicios que cubran sus necesidades individuales y colectivas. Pero resulta que es mucho más que eso, y esto es lo que se deja ver y se plantea como objetivo.
La función del Estado es más compleja, oculta y conflictiva de lo que la gente común puede imaginarse. Sobre todo porque el Estado es un instrumento de dominación política, en que la clase o conjunto de clase social que lo controla, que pueden ser la clase dominante o gobernante, según el caso, lo pone al servicio de sus intereses, con la finalidad de legitimarlos, incrementarlos y perpetuarlos por encima de los intereses y esperanzas de los que están fuera y debajo del poder, que son los dominados o gobernados.
Para que el Estado ejerza plenamente su condición de medio para la dominación social, se requiere que mantenga el monopolio de toda la violencia de la sociedad. Cuenta con las instituciones armadas, que las mantiene sin facultad deliberativa y con plena obediencia al poder civil constituido, que son los políticos que representan los intereses de los sectores sociales que manejan el poder.
Esa realidad fue la que motivó que Friedrich Nietzsche, el afamado filósofo Alemán, calificara al Estado como el monstruo más frío de todos los monstruos fríos. O que Thomas Hobbes, el pensador inglés, lo nombrara como el Leviatán. O que Octavio Paz, premio Nobel mexicano, lo definiera como el Ogro filantrópico. Todos acertaron en el centro de la diana con sus apreciaciones.
Ciertamente, así es.
Recordemos que para mantener funcionando un aparato tan complejo como el Estado, se impone que sea organizado con un sistema de pesos y contrapesos, de chequeos y balances, órganos que sean capaces de contraponerse unos a otros, como en un juego de inteligencia y contrainteligencia, sin que se anulen o invaliden unos a otros. Entre esos mecanismos solo se da el impulso y el control para que todo funcione como esperan sus dominadores.
Así las cosas, la Constitución consagra, en su artículo 4, la tradicional división, conforme a la teoría de Montesquieu, de los poderes del Estado. Son: El Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. Sus funciones son independientes e indelegables, en principio. Pero se ejercen con una necesaria e inevitable interdependencia en los hechos.