Discurría el año 2007. Caminaba junto a un amigo colombiano las impasibles calles de Ginebra. El joven, apesadumbrado, se quejaba amargamente de la realidad de su departamento (provincia) Santander, en donde para esa época los grupos paramilitares «vigilaban» las calles de esa demarcación, poniendo en peligro la vida de miles de personas que encontraban a su paso.
Lo de arriba viene a propósito de la propuesta del alcalde de Dajabón, Santiago Riverón, quien en lo que parece ser un arrebato de la locura más abyecta y sin medición de las terribles consecuencias que una espantosa idea como esa desataría, dice que formará «voluntarios armados» para patrullar en horas nocturnas las calles de esa zona fronteriza, en contra de seres humanos «sospechosos» de ser haitianos.
¿Y cómo hemos llegado a este inadmisible y demencial punto en que una parte de la ciudadanía encabezada por una irracional «autoridad» quiere tomar la justicia en sus manos? Aceptar esto sería el colmo de la degradación institucional por la que atraviesa el país, permitiendo a civiles armados salir a «cazar» personas a su antojo.
En todo caso se sustituiría a Migración y a Trabajo, que son los organismos encargados de ese asunto, por bandas armadas. Empero, hay que entender que esta insensatez es generada por la desesperación en que vive esa localidad luego del vil asesinato de una familia.
El problema haitiano ha sido manejado con doble moral y de forma muy demagógica; el presidente de la República utiliza ese espinoso tema como parte de su campaña para la reelección; igualmente el ministro Roberto Álvarez hace el juego a las potencias que no quieren haitianos en sus países.