Aunque no dure 100 años, Luis Abinader habrá acumulado -en por lo menos cuatro años de gobernanza- informaciones y experiencias equivalentes a ese centenario, y posteriormente a su salida de la Presidencia de la República es casi seguro que no morirá de sorpresas, porque ya estará curtido por hechos revulsivos e intoxicantes que le acalambraron las piernas y resecaron la garganta: ¡Qué estoy viendo!, ¡Ay, madre mía!, ¡de veras!, ¡nunca lo imaginé!
Con voluntad política y una firme postura en la aplicación de su plan de acción por la rendición de cuentas transparentada y la ética gubernamental, Abinader Corona ha destituido, forzado a renunciar y degradado a más de 100 funcionarios.
Esa consistencia está desafiando a los ethos, arraigada tradición filosófica condicionante de la sociedad dominicana que tritura valores de la ética y la etología, en un linaje como si las especies humanas evolucionaran hacia la incredulidad.
El ethos ha venido a ser el pan nuestro de cada día. Datos y curiosidades impactan las fibras más sensibles de Abinader: las desigualdades y pobrezas, solicitudes a borbotones de empleos, carencias de servicios básicos, ocurrencias delictivas en el gobierno, intransigencia, prevalencia de la cultura de la ilegalidad, incumplimiento de las normas de convivencia y el pulular de miserias humanas.
En sus intercambios interpersonales lidia con desleales solapados, impostores teatrales, timadores señoriales y traficantes al mejor postor, que solo obedecen a las monedas. Esos falsarios, que motejan una impresionante competencia comunicativa y apropiadas entonación y gesticulaciones, se deslizan con destrezas en el crucigrama gubernamental, en todas las épocas.
Ese preguntón, que hizo camino al andar en el Centro de los Héroes, Gascue y Bella Vista, ahora equilibra a un país con un tizón ardiente en las manos, con el acompañamiento de burócratas honrados, serviciales y cisnes blancos (nobles y bellos), y también de apóstatas, serpientes y cisnes negros (impredecibles), que se escudan en la afectividad, el dínamo del compañerismo partidario y la sífilis de proyectos fenomenales.
Para salvaguardar el patrimonio de la Nación y preservar su buen nombre y el legado familiar, Abinader ha tenido que romperles el pecho a cercanos colaboradores políticos y gubernamentales que se han visto envueltos en escándalos.
Desde un principio advirtió que asumió un compromiso sagrado contra la corrupción y la impunidad, y que tiene la responsabilidad de que los fondos públicos sean administrados escrupulosamente, para viabilizar más holgadamente la transformación y el desarrollo nacional.
Sin descartar que en su mandato presidencial aflorarían cochinadas corrosivas, ha sido vehemente en que “quien cometa acto de corrupción en el gobierno o es un patológico corrupto o un suicida”, porque será sustituido de su cargo y, si lo requiriera alguna circunstancia, será sometido a la Justicia, no importa su nivel, ni quien sea”, “caiga quien caiga”.