Las huellas dejadas en el camino por el proyecto político hegemónico que se intenta implementar desde el poder ejecutivo, con el presidente de la república a la cabeza, resultan ostensibles. Desde el punto de vista de las características terribles que suele tener la lucha por el poder, eso puede resultar relativamente normal. Tal cosa, sin embargo, no puede llevarse a cabo sin estropear las esencias de un sistema democrático que, si es auténtico, siempre supondrá el equilibrio entre distintos intereses, la diversidad y un sólido sistema de contrapeso que contribuyan a mantener el fiel de la balanza en su justo lugar.
Ese sentido de la equidad, de la prudencia, del término medio, en la actualidad está desquiciado en este país. Como suele suceder, lejos de ese aplastante dominio estar colocado al servicio de las mayorías, ha propiciado, también como lo habitual, una borrachera de poder que ha puesto a una democracia tan precaria como la nuestra a padecer de los trastornos de la resaca natural que generan los excesos.
Las pasadas elecciones congresuales y municipales marcaron un notable punto de inflexión en la instauración de esos dominios apabullantes de un único sector político de la nación. En ese sentido, todos fuimos testigos del frenético involucramiento que tuvo en el proceso el primer mandatario del país, para quien era evidente que los resultados de esos comicios revestían trascendental importancia.
No era para menos, ya que con una constitución que reafirma de forma exagerada la prevalencia del presidente de la república, más los altos órganos del Estado que debían ser estructurados, no era para nada desdeñable tener el control político de un congreso que iba a tener un rol protagónico en todo eso.
Todo salió a pedir de boca y en el senado se obtuvo una victoria que bordea la unanimidad, y en la cámara de diputados se logró una apreciable matrícula. Obviamente, con unas mayorías de esa naturaleza, se aniquilaba la posibilidad de disfrutar de un congreso en ejercicio de su rol de contrapeso y fiscalizador del poder ejecutivo que, de pronto, pasó a ser su jefe indiscutible.
La concretización de todo eso no tardó en ponerse de manifiesto y, pese a burdos intentos por guardar las apariencias, tanto en la integración de la junta central electoral como de la cámara de cuentas, el congreso actuó como lo que es, un órgano subordinado a las directrices trazadas desde el palacio nacional.