La Comisión Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH) ha emplazado a República Dominicana a acatar la Sentencia de la Corte Interamericana, una condena imposible de cumplir porque vulnera el inviolable principio de soberanía nacional. Aunque ese fallo se basa en supuestas deportaciones de dominicanos y haitianos de origen dominicanos de hace 15 años, su alcance abarca la obligatoriedad de reconocer nacionalidad inmediata a más de 200 mil que la ley define como inmigrantes irregulares.
Más grave aún es que la referida sentencia suplanta el rol del constituyente dominicano y pretende modificar a control remoto la Constitución de la República, al derogar artículos referidos al alcance de la nacionalidad dominicana.
Uno de los comisionados, al emplazar al Gobierno dominicano a acatar ese adefesio jurídico, advierte que la Corte Interamericana de Derechos Humanos no tendría razón de ser si cada Estado o Gobierno interpreta los tratados internacionales como se le antoja.
Esa advertencia sería válida para propios magistrados de esa corte que no deberían creerse con superpoderes que le otorgan prerrogativa para derribar de un plumazo la Constitución Política de un Estado e invalidar prerrogativas de sus poderes públicos.
El comisionado Felipe González insiste en señalar que la sentencia 168-13 del Tribunal Constitucional causa la desnacionalización o apatridia de extranjeros hijos de indocumentados, pero ignora de manera intencional que el Congreso votó una ley que permite que las personas afectadas por ese fallo regularicen su situación migratoria.
Aunque la Corte Interamericana condena a República Dominicana por casos episódicos ocurridos entre 1999 y 2000, lo que se ordena en ese fallo es la inhabilitación total de la jerarquía jurídica del jus sanguinis (derecho de sangre) en el otorgamiento o reconocimiento de la nacionalidad dominicana para que, en virtud del jus solis (derecho de suelo), todo hijo de inmigrante indocumentado sea reconocido prima facie como dominicano.
El Gobierno debe reiterar su rechazo total y frontal a esa sentencia imperial y aberrante, en virtud del principio de que nadie está obligado a lo imposible, lo que significa que un Estado no se disuelve por mandato de un órgano supranacional ni de nadie.