Con mezcla de gloria, dolor e indignación, la República Conmemora hoy el 50 aniversario de la segunda invasión militar de Estados Unidos, grosera agresión de esa superpotencia contra una nación pequeña y pobre, cuyos buenos hijos defendieron la soberanía nacional con la dignidad como arma y la vida como escudo.
El presidente Lyndon B. Johnson mintió a la opinión pública de su país al anunciar un supuesto operativo humanitario para proteger la vida de ciudadanos estadounidenses residentes en Santo Domingo, cuando la finalidad de ese despropósito fue el de ahogar en sangre la determinación del pueblo dominicano de reinstalar al gobierno del profesor Juan Bosch.
Ante el rechazo que suscitó en todo el mundo, Washington ocultó esa humillante intervención militar en el ropaje de una Fuerza Interamericana de Paz, bajo los auspicios de la Organización de Estados Americanos (OEA), una farsa a la que se prestaron gobiernos de América Latina, con el envío de tropas.
Casi medio siglo antes, el ejército de Estados Unidos mancilló durante ocho años el suelo patrio en intento por consolidar su dominación en la frontera imperial.
Para consumar la invasión militar del 28 de abril de 1965, la Casa Blanca dijo que el propósito era salvar vidas; después, que se trató de una misión de paz; y, finalmente, que fue para conjurar un inminente peligro comunista, pero la verdad ha sido que tuvo el propósito de malograr legítimos anhelos de libertad y democracia.
Al cumplirse 50 años de tan indignante episodio, las presentes y futuras generaciones deben recordar con legítimo orgullo que una legión de patriotas defendió con honor, valor y arrojo el gentilicio nacional, con lo cual República Dominicana escaló el más alto peldaño de respeto y admiración mundial.
El mejor tributo que se puede rendir a héroes y mártires de abril del 65, debe ser el de promover los valores de independencia y soberanía, así como impulsar la consolidación democrática, equidad social, libertad, convivencia política y respeto a la ley.
Los votos son para que nunca más ningún poder extranjero se atreva a mancillar la soberanía de esta patria, cuyos hijos han jurado cumplir con el sagrado legado duartiano de que Quisqueya podría ser destruida, pero sierva de nuevo, jamás.