Un poco fuera de forma (por el tiempo sin escribir), pero las palabras afloran desde el alma, y debo confesar que mientras observaba los diferentes actos de despedida al #CaballoMayor me tomé el permiso de analizar su impoluta vida y concluí que la edad no es una cuenta de tiempo o años, sino de propósitos.
Fueron 81 años cargados de: sacrificio, trabajo, dignidad, constancia, perseverancia, entrega, preparación, servicio, bondad, alegría, honor, éxito y amor.
Pero al final también pude notar que la vida es más corta que sus objetos, porque sin dudas Ventura dejó toda una carpeta de planes y proyectos los cuales pretendía ejecutar, sin imaginarse que desde el cielo le llamarían para cantarle a los ángeles junto a sus entrañables amigos Lusito Martí, Anthony Ríos y demás.
Rodar por la existencia es un pedaleo constante, quien lo diría que a penas a sus 16 años Juan de Dios Ventura ganaría el primer lugar en la voz de la alegría (lugar donde fue llevado engañado por sus amigos Andrés Araujo y Sergio Jiménez), Hecho este que le motivó a estudiar canto y música en la escuela de la Voz Dominicana, empresa radiotelevisiva, de cuya escuela de locutores, llamada Héctor J. Díaz, egresó como profesional del micrófono.
Pudiera referirme a las más de 4800 placas y reconocimientos que fueron entregados en vida al galopante caballo, o hacer hincapié en su impronta política o escribir de los cientos de producciones musicales, pero no, me quedo con el extraordinario ser humano; con ese vendedor de dulces, con el que dormía en fundas de papel, con el que ahorró los 5 centavos para comprar gangorras, anzuelos y poder pescar para comprarle una cama a su madre y llevar de comer a su familia, me quedo con el que le regaló unos muebles a su vieja el día de las madres, con ese elijo quedarme.
Cuando era niña, me perturbaban los estruendosos gritos de los velatorios a los que asistía junto a mi adorada abuela, en mi memoria guardo las imágenes de los desmayos, los trances repentinos y los rezos interminables. Recuerdo el aroma del café y las galletas de manteca que eran parte esencial en cada encuentro luctuoso.
Años más tarde es que pude entender el homenaje a la solemnidad del acto inexcusable donde el sentido del dolor invade a todo un pueblo, la muerte inesperada de un hombre de la dimensión de Don Johnny Ventura nos obliga a repensar la vida y ver el valor esencial, nos encarrila a la cordura ineludible de atesorar lo trascendental, la muerte nos abandona en la temible oscuridad que solo se ilumina cuando somos capaces de dejar encendida la llama de la nobleza y grandeza del alma en la vida de nuestros iguales y más aún, si es al ritmo cadencioso del merengue con esa melodía inigualable del carismático icono del merengue dominicano.
“Si alguna memoria debemos dejar de lo que fuimos, nunca será lo que supimos o tuvimos, sino lo que hicimos en la existencia de los demás”
Al caballo le nacieron alas y desde ahora galopa en el cielo junto a los ángeles celestiales, pero se queda entre nosotros en el contagioso jaleo de cada tambora, en el repicar de la güira, en el lechón navideño y en el palpitar de cada corazón dominicano!
Por: Lisset de los Santos.