A Mauricia
Conocí a doña Julia Alvarez primero por referencias de los movimientos de mujeres en Chile, Argentina y Uruguay. En esos países me hablaron de una diminuta dominicana que había asumido la gigantesca tarea de que las Naciones Unidas se interesaran por la población envejeciente del mundo, consiguiendo, entre muchos extraordinarios logros, que la ONU creara un Día Mundial de Envejecientes.
La conocí personalmente en la sede de la embajada dominicana ante la ONU, donde doña Julia laboraba religiosamente, aunque siempre fue una embajadora honorífica. Doña Julia, adicionalmente, equipó su oficina, y pagaba sus utilidades.
Bonita, elegantísima, educadísima, doña Julia era también de una generosidad extraordinaria. En Santiago, en los Cerros de Gurabo, donó su mansión para el servicio a envejecientes, y creó uno de los programas más innovadores en Cienfuego, el cual visité, donde logró que un grupo de profesoras pensionadas ofreciera servicios de consejería a adolescentes y niñas embarazadas.
Pensé en doña Julia hoy, cuando visité un centro geriátrico en Jarabacoa, famoso por sus buenos servicios, creado por don Huáscar Rodríguez y la Fundación Cemento Cibao, donde lamentablemente solo hay cupo para 50 personas y un listado de 800 en espera.
En ese hogar presencié una escena dantesca que paso a describir. La madre sor Leonor Flores, española, con 15 años de trabajo en el Centro, le explicaba a la gerente a la farmacia Sol de La Vega, que la receta que le habían rechazado era la misma que un paciente había utilizado por los últimos 15 años, y que solo había una caja de ese medicamento en Jarabacoa, en su farmacia en la Confluencia y si el señor que las necesitaba no las tomaba esa noche estaría en grave peligro.
La gerente justificaba su negativa en que faltaba una de las cuatro copias que exigía la receta (la película “La muerte de un burócrata”, cubana, debería mostrarse siempre en nuestra TV), y que no podía vendérsela por la DNCD.
El hijo, muerto de angustia, había recorrido ya todas las farmacias y con él me fui a la Confluencia para que cogieran mi cédula en garantía y le vendieran las pastillas. ¡Imposible! Insistían, porque la DNCD podía cerrarles la farmacia, (¿Con tantos “puntos de droga”?) a menos que usted pueda “gastarse un dinero” donde el doctor Cándido Chevalier, que puede darle una receta si lo llamamos. ¡Vaya!
En esa angustiosa indigencia vive la población envejeciente del país, pobre, y sus descendientes.
Ojalá y el programa del próximo gobierno se haga eco, y construya cien centros como ese en lugares como Jarabacoa, que ya descubrieron los envejecientes norteamericanos, porque todos, los jóvenes y los que ya tenemos juventud acumulada, para allá vamos.