En política, nada resulta más peligroso que un funcionario que se cree la película del poder omnímodo. Esa idea de que el cargo confiere omnipotencia, de que basta con ejercer autoridad para doblegar voluntades, es una ilusión tan vieja como recurrente.
El funcionario que se aísla en su ego, que confunde respeto con temor y liderazgo con imposición, termina inevitablemente sucumbiendo, aplastado por el peso de su propia vanidad y perdiendo toda capacidad de persuasión ante la opinión pública.
Aquello de que el poder se ejerce para aplastar la disidencia pertenece a un pasado sin retorno. Hoy, la ciudadanía –más informada, más activa y más exigente– no se deja seducir por discursos autoritarios ni por poses mesiánicas.
El funcionario que no escucha, que desprecia la crítica y que gobierna desde la torre de su propio narcisismo, termina desconectado de la realidad social, y esa desconexión se paga caro en términos políticos.
El verdadero liderazgo no se impone: se construye desde la empatía, la cercanía y la coherencia.
En un tiempo en que la legitimidad no se mide por decretos, sino por resultados y confianza, el funcionario que se distancia de los problemas de los menesterosos pierde cualquier posibilidad de articular un proyecto político con futuro.
El poder, entendido con madurez, no es una herramienta para someter, sino una oportunidad para servir.
La humildad y la sensibilidad social son hoy virtudes políticas, no debilidades. Quien no entienda eso está condenado a convertirse en caricatura de sí mismo, aferrado a una autoridad que nadie reconoce.
En definitiva, los pueblos han aprendido que el poder absoluto no existe y el funcionario que no aterrice en esta realidad seguirá perdido en su mundo de ficción.

