Quien no es revolucionario antes de los treinta, está condenado a una vejez prematura, y a una vida des-proyectada, se solía decir durante los años 60-70, que dicho sea de paso, fueron las décadas de oro de la utopía social dominicana.
Querer cambiar las cosas en beneficio de todos, aspirar a desplazar lo viejo por lo nuevo, porque se resiste al cambio, y arriesgar el pellejo, por lo que se creía correcto, constituyeron tópicos que orientaron y poblaron el mundo ideal de la juventud de aquellos años.
Toda una generación de hombres y mujeres se abrazaron a la causa del el antiimperialismo y el socialismo, pero el mundo cambió, y al hacerlo cambiaron también las cosas y procesos que lo constituyen, a saber: el tipo de hombre, las generaciones y los ideales. Está claro, no hay razones para esperar que los jóvenes de hoy, actúen como los de ayer, porque son frutos de circunstancias diferentes y aspiraciones distintas.
La década del ochenta, perdida de tantas maneras, fue dura para mi generación, pues, sentimos que el mundo ilusionado y pensado, ya no era posible, cundió el pánico, y muchos terminaron por recogerse. Apenas, comenzamos a reponernos de aquella terrible caída que constituyó el muro de Berlín.
Pero los jóvenes de hoy no vivieron eso, ni cargan con frustración en relación con ese tema. Su problema es otro: tiene que ver con el bienestar, el empleo y disfrute hedonista de la vida presente.
Por fuerza, las dos generaciones que están en centro de la vida social de hoy (hombres y mujeres de 25 a 60 años), carecen de antenas utópicas, habitan el mundo de la opinión y pululan en la epidermis de los eventos sociales.
La Universidad Autónoma de Santo Domingo, que trascendió ayer (cómplice, madre acogedora de buenas causas), hoy, desliza su vida en la intrascendencia, el conservadurismo, el miedo y el silencio. Es el ejemplo de un organismo social, que después de haber querido tomar el cielo por asalto, cae en la indiferencia y en reconciliación.