A finales del siglo XIX, los ingleses se paseaban por África repartiendo túnicas de terciopelo azul y coronas de carnaval, de oro falso, mientras el rey belga, Leopoldo II, se afanaba en firmar acuerdos inútiles con falsos y verdaderos jefes de tribus del Congo.
La superioridad británica era como para no tomarse las cosas muy en serio. Bromeaban de buena gana, bajo el lema Empire of the cheap, algo así como el imperio de las baratijas. Bélgica no calificaba para jugar a la repartición de África, tras la caída del imperio Otomano. Todavía en 1830 formaba parte del Reino de los Países Bajos, reducido grupo que duró solo quince años.
Podría considérasele fuera de competencia en la liga mayor formada por naciones como Alemania, Inglaterra, Rusia, Holanda, Portugal e Italia [estas dos última, en menor medida]. Argelia, Túnez, Egipto y Sudán eran las joyas más preciadas, no precisamente el Congo.
Para que la pequeña Bélgica se abriera paso entre aquellos gigantes vecinos fue necesario que a un personaje desmesurado y especial como Leopoldo II se le metiera, entre ceja y ceja, la irreflexiva idea de hacerse con una colonia africana. Fijó la mirada en el Congo, cuyo territorio ocupaba la décima parte del continente negro.
Para entonces, el segundo rey belga ya era conocido por sus candorosas ideas. No era tomado muy en serio por estadistas de alta política. ¿Están en venta las Filipinas?, se atrevió a preguntarle a un reportero español.
En carta a la reina Victoria, conminó a Inglaterra invadir China, para lo cual ofreció tropas belgas. Igual sugirió a la soberana asaltar al emperador japonés: El tesoro del Emperador es inmenso y está mal custodiado, expuso. La reina comentaría al respecto que la forma de pensar de Leopoldo II parecían más la de un bucanero o jefe mafioso que la de un monarca.
Durante casi diez años debió negociar, jugando al camaleón, zigzagueante entre Inglaterra, Alemania y Francia, para arrebatar a Portugal un dominio ambiguo e impreciso.