La ley minera tiene 54 años de vigencia, por lo que todavía hoy se debate con instrumental técnico impreciso o rudimentario si es pertinente o no explotar un yacimiento minero y más de medio siglo después el Estado no ha levantado un inventario de sus recursos no renovables ni ejecutado un plan de reordenamiento territorial con tales fines.
El estatuto que rige la adjudicación y explotación de recursos mineros fue redactado de manera acelerada y atendiendo a perentorias necesidades coyunturales durante el periodo de la Guerra Fría, cuando las multinacionales llegaban a América Latina con guantes de hierro.
Más de medio siglo después, el mundo ha cambiado y con él las políticas que aplican los Estados y gobiernos de defensa a la preservación de su medio ambiente, pero también al incentivo a la explotación de forma racional de sus recursos mineros.
El Estado dominicano ignora el potencial de su riqueza minera, además de carecer de un código actualizado sobre energía y minas que fije con claridad las condiciones requeridas para la explotación de esos recursos en consonancia con la obligación de preservar flora, fauna y recursos hídricos.
A pesar de la ausencia de un ordenamiento jurídico adecuado para regir a ese sector, la minería aporta entre un 4% a un 6% al Producto Interno Bruto (PIB), en tanto que las proyecciones son de que el porcentaje ascienda hasta un diez por ciento en los próximos años.
El cuadrante que abarca las provincias de Monseñor Nouel, Sánchez Ramírez, La Vega y Monte Plata, posee yacimientos de oro, plata, zinc y ferroníquel por un valor estimado en más de cien mil millones de dólares, con una vida útil de más de 40 años, lo que pone en relieve el valor que para la economía dominicana tiene el sector minero.
Es claro que no debería extraerse ni una onza de mineral en cualquier yacimiento cuya explotación atente de manera severa contra el medio ambiente, o en cuya propuesta de extracción no se garantice la debida remediación ambiental.
Aun así, 54 años después de la aprobación de una obsoleta ley minera, parece llegado el momento de redactar un código modernista que defina reglas claras; levantar, a través de un reordenamiento territorial, un inventario sobre recursos mineros y evitar que formas de fundamentalismo ambiental o de capitalismo salvaje impidan que la nación saque provecho racional de tan preciado bien.