Al contrario de nuestras creencias, la adolescencia no es inutilidad ni ignorancia supina; es la escotilla que da paso a la curiosidad que nos despierta. No se trata de adolecer de nada. No; nos auscultamos y, con ello, a nuestro entorno.
Mi adolescencia, aunque con limitaciones, fue cuestionadora. Sin asimilar adoctrinamiento alguno me formé como un ser agnóstico, sin hacerle daño a nadie; dudé tempranamente de la existencia y el presunto poder del dios que adoramos en occidente.
Todavía no había leído sobre el marxismo, materialismo, ni tratado filosófico alguno. Bien recuerdo cuando, en una ocasión de un pequeño temblor de tierra, en mi barrio, algunos se arrodillaron y con puñetazos en el pecho clamaban misericordia. Grité que era “la tierra acomodándose; Dios no tiene nada que ver con eso”. Casi me desorejan.
Pero ya le había dicho al cura párroco de la Iglesia Santa Bárbara, Crispín de Alcalá, que no creía en su dios.
Era un mozalbete que estudiaba en el colegio Divina Pastora, del entorno de ese templo cristiano, en el sector del mismo nombre.
Pero, en una ocasión, se acrecentó en mí la convicción de que el proclamado Dios, si existía, no era justo. Juana, mi madre, me dijo: “Ayúdame a poner este vestido”.
Aquejada por un cáncer de mama, no tenía suficientes fuerzas ni para vestirse. Aquella mañana, compungido, me senté debajo de la mata de “buenpan”; por mi mejilla rodaron varios lagrimones. Me sentía abatido e impotente.
Sin embargo, muy a pesar de la no creencia en Dios, siempre de acuerdo con mi criterio, tuve muchos dioses (en este caso diosas).
Tras fallecer Juana, mi religión ha sido el agradecimiento a las circunvecinas que me protegieron y aligeraron mi existencia.