El naciente imperio ardía en problemas y los conservadores conspiraban contra César. Cuando el conquistador de las Galias llegó a Roma con Cleopatra y Cesarión, había tantas dificultades en la urbe, que todos los sectores aplaudieron su llegada, obviando a la mujer y al niño. Calpurnia, su esposa, acostumbrada a las infidelidades del militar, se centró en buscar en la faraona «defectos» físicos visibles.
Pero el victorioso comandante no desaprovechaba instante alguno para demostrar su gloria, lanzándose a grandes batallas en las que resultaba vencedor, lo que le permitía consenso para aglutinar a su alrededor a todas las partes del poder romano que lo adversaban. Aprovechó su cenit para plantearle al Senado el traslado de la capital a la ciudad de Alejandría, lo que le granjeó sarcasmo y activó inmediatas conspiraciones.
Una mañana, Calpurnia le dijo que se había soñado con sangre y que temía que algo grande ocurriera, pues se acercaba el «Idus de Marzo», fecha cabalística para los romanos, implorándole a César no asistir al Senado. Pero ya el complot para «darle para abajo» al dictador que había cruzado el Rubicón triunfante en varias oportunidades estaba en curso. Uno de los conspiradores lo acompañó desde su casa al Senado, y en el camino un nigromante volvió a recomendarle cuidarse, ignorando al sibilino.
Cuando el bravo guerrero entró al Senado, alguien le entregó un rollo de papiro que César no leyó y en donde se detallaba el plan en su contra. La primera puñalada se la propinó su hijo Bruto, y acto seguido, recibió varias estocadas que le quitaron la vida. Desaparecido César, Cleopatra trató infructuosamente de que su hijo Cesarión fuera designado su heredero. Llena de ambiciones, ordenó asesinar a su hermano, e instaló a su vástago en el poder egipcio.