La reciente controversia que involucra a una fiscal y agentes de la DNCD plantando sustancias controladas a ciudadanos reitera de forma bastante gráfica el fracaso de la infame “Guerra contra las Drogas”. El problema no se limita a algunos individuos dentro de esas instituciones sino a un sistema con una esquema de incentivos inherentemente corrompible con una feroz capacidad de contagio al que le debemos poner fin.
Los recursos para combatir la criminalidad son notoriamente escasos, y una cantidad significativa de estos se destina a la persecución de la tenencia y el tráfico de las drogas y crímenes derivados a ese negocio. Naturalmente, los recursos que son destinados a ese propósito son desviados a perseguir los crímenes que afectan el día a día de los ciudadanos, como los robos y los atracos.
La “lucha” contra las drogas está culminando su cuarta década, y los miles de millones de dólares gastados en esta no han hecho mella a los niveles de consumo. Cientos de miles de vidas se han perdido debido a sobredosis, homicidios y la prisión en el inútil esfuerzo de seguir tratando un problema eminentemente de salud pública que abordamos como uno de criminalidad.
Pero el costo de esta lucha no se limita a vidas y dinero gastado de manera directa en la persecución del consumo y tráfico de las drogas, sino también en el impacto que tiene en nuestras instituciones tanto públicas como privadas, y en el manejo mismo de nuestra economía ya de por sí muy informal.
El narcotráfico ha demostrado tener una capacidad de permear y contagiar todas las instituciones del Estado debido a las grandes sumas de dinero que el contrabando clandestino de estupefacientes genera.
El costo de ese impacto en nuestras instituciones es enorme, y se refleja en la falta de credibilidad de la sociedad respecto de ellas, y lo que esa falta de credibilidad representa sobre nuestra democracia.
La legalización y descriminalización de las drogas, por tanto, no se limita únicamente a salvar miles de vidas y ahorrar miles de millones en gastos directos, sino en rescatar la credibilidad de nuestras instituciones y en si, preservar la salud de nuestra débil democracia.
Esta lucha inútil que tercamente persistimos en llevar va a seguir brindándonos escándalos como el más reciente y seguirá erosionando la credibilidad de nuestro Estado. Y eso no cambiará hasta que aprendamos que locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando resultados diferentes.