La danza está de luto pues sus heraldos trajeron la parca que nos quitó a nuestra Patricia Ascuasiati.

Corrían raudos los años ochenta, y yo estudiaba en la UASD, recluyéndome como una monja en la Plaza de la Cultura, en donde transcurrían las horas entre lecturas de libros de sociología, historia, arte, y desde donde logré ser parte de los dos festivales de la cultura de ese tiempo, organizados por el cineasta Agliberto Meléndez.

Una mañana, mientras estaba ensimismado con las tesis sociólogicas de Robert Merton, alcancé a mirar hacia la puerta que utiliza la clase artística para acceder al Teatro Nacional. Vi a Patricia Ascuasiati tomar el pasillo a paso acelerado para acudir a un ensayo.

Ya para esa época el arte de Patricia Ascuasiti encandilaba al público del ballet y la danza, y el solo hecho de mencionarla que a pesar de su mocedad, era como si reconociéramos en ella a nuestra Alicia Alonso, Isadora Duncan, Joséphine Baker o Nijinsky.

Ascuasiati es una artista con una impronta indeleble, y marcó un hito aquella noche antológica, y que a orgullo arrastro en mi mente con fruición y añoranza, cuando en el concierto de Sonia Silvestre en Bellas Artes titulado Canciones, Canciones, Patricia cerró el espectáculo bailando Ojalá, haciendo que el repleto auditorio abandonara sus butacas para pedir a gritos su repetición.

Patricia era una bailarina que parecía ser obra de las Hespérides, pues su torso, manos, pierna, brazos y cabeza se alineaban para lograr movimientos corpóreos que colindaban en un equilibrio negador de la gravedad, dibujando en el espacio formas y figuras, entrando en sintonía con desplazamientos fluidos y libres.

La última vez que la vi fue en la obra A Puerta Cerrada, del escritor francés Jean Paul Sartre, en donde lo mejor que tuvo la puesta en escena del teatro existencialista sartreano fue la participación de Ascuasiati, que nunca dejó de presentar nuevas propuestas histriónicas con un renovado estilo, que ha sido el secreto para su éxito en el baile y la actuación.