En la era digital, donde la información fluye a la velocidad de un clic y las redes sociales se han convertido en el ágora moderna, ha emergido una figura omnipresente: el influencer. Individuo que, gracias a su carisma o nicho de contenido, acumula audiencias masivas y, con ello, una innegable capacidad de influencia.
Sin embargo, este poder conlleva una responsabilidad que, lamentablemente, a menudo se desvirtúa por la enfermiza búsqueda de clics y la validación efímera de los «likes».
Y con esta realidad uno de los graves problemas que enfrentamos es la creciente usurpación de funciones por parte de influencers y opinadores.
Individuos sin formación, experiencia o ética profesional se aventuran a emitir juicios y «diagnósticos» sobre temas complejos que van desde la salud y la economía hasta la política y el derecho. Peligroso por varias razones.
Cuando un influencer con miles de seguidores opina sin conocimiento mina la credibilidad de las fuentes de información legítimas. Un comentario superficial sobre política económica puede distorsionar la comprensión de problemas complejos y fomentar la polarización basada en información sesgada o directamente falsa.
Cuando un influencer opina sobre un tratamiento médico, sin tener formación sanitaria, genera confusión y puede llevar a decisiones perjudiciales para la salud de sus seguidores.
Conocemos de influencers que trivializan la importancia del conocimiento especializado, figuras sin legitimidad formal que se erigen como voces autorizadas, lo que debilita la percepción de la necesidad de expertos para la toma de decisiones importantes. Esto puede tener consecuencias graves en ámbitos como la justicia, la seguridad y la gobernanza.
No se trata de demonizar la opinión ni de negar la validez de las experiencias personales. El debate y la diversidad de perspectivas son fundamentales para una sociedad sana.
El problema radica en la confusión entre la opinión personal y la autoridad profesional. Un influencer puede compartir su experiencia con un producto o servicio, pero no debería presentarse como un experto en la materia si no lo es.
Un opinador puede expresar sus puntos de vista sobre un tema político, pero no debería suplantar el rol de analistas o politólogos con formación específica.
La línea entre compartir una opinión y usurpar una función puede ser delgada, pero sus consecuencias son vastas. Es hora de reclamar, de exigir responsabilidad a quienes, desde sus plataformas, moldean la opinión pública.
Solo así podremos evitar que el ruido ensordecedor de la desinformación opaque las voces que realmente importan.