El Senado de Brasil aprobó iniciar un juicio contra la presidenta Dilma Rousseff, quien con esa decisión queda separada del cargo por 180 días a la espera de su destitución, lo que ha sido definido como un golpe de Estado constitucional apadrinado por poderosos sectores políticos y económicos.
La mandataria fue acusada de maquillar resultados del ejercicio fiscal de 2015 para supuestamente ocultar retraso en pagos de préstamos del Gobierno a bancos comerciales, sin que figure contra ella ninguna imputación por robo de fondos públicos.
El desenlace de tan complejo y extraño entramado jurídico contra la democracia brasileña debe ser motivo de profundo pesar para América Latina, muchos de cuyos gobiernos son víctimas hoy del acoso de una extendida judicialización de la política.
El presidente de la Cámara de Diputados, quien impulsó desde ese hemiciclo el expediente contra Dilma, fue destituido por la Corte Suprema de Justicia, acusado de recibir sobornos y de poseer cuentas secretas en bancos suizos, en tanto que el titular del Senado, Renan Calheiros, también es investigado por prevaricación.
Unos 60 legisladores figuran en los expedientes de corrupción que indaga la fiscalía general de Brasil, por lo que resulta sospechoso que congresistas investigados por soborno y cohecho se arroguen autoridad para destituir a la presidenta Rousseff, quien es investigada por un falta de inobservancia fiscal.
La gravísima crisis económica y financiera que abate a Brasil, a raíz de la caída de la economía china y del desplome en los precios de los commodities, ha servido como base para el montaje y ejecución de la trama jurídica y política que procura la destitución de la jefa de Estado.
El propio vicepresidente, Micher Temer, quien asumirá la presidencia interina, es objeto de investigación por su vinculación con presuntos actos de corrupción, por lo que parece difícil encontrar entre los detractores de la mandataria alguien con calidad para encender la linterna de Diógenes.
El juicio político que apunta a la destitución de la presidenta Dilma Rousseff, se recibe en el continente con una mezcla de pesar e indignación, porque infeliz ha sido una puñalada trapera contra el anhelo de los pueblos de la región de poder alguna vez alcanzar un auténtico estadio de justicia social.