Una sociedad cimenta su convivencia, gobernabilidad y expectativas de desarrollo social y económico en su buena reputación como ente colectivo y en la probidad de su liderazgo político, académico y corporativo. Una percepción contraria es incompatible con tareas y afanes de progreso y de justicia social.
Al amparo de esa premisa, provoca preocupación el derrotero que ha tomado la incipiente campaña electoral, en que la mayoría de los contendientes parecen dispuestos literalmente a no dejar piedra sobre piedra con tal de lograr sus objetivos de alcanzar o retener instrumentos de poder político.
La contienda comicial se desliza por una pendiente de irracionalidad impropia de una nación que ya ha recorrido sin parar un trecho de más de cincuenta años en procura de consolidar su todavía débil espacio democrático.
Las redes sociales han sido escogidas como el escenario ideal para recrear el Coliseo Romano con diarias lapidaciones morales o asesinatos civiles de reputaciones, decretadas por mentados “cuartos de guerra política”, que no paran mientes en los daños colaterales que infringen.
Los tribunales de justicia han sido reemplazados por tribunas mediáticas que condenan a cualquier ciudadano previamente despojado de su derecho a la presunción de la inocencia y a un juicio oral público y contradictorio, como si cada ejército electoral tuviera su propio cadalso.
Si los partidos políticos se adentran en ese escenario selvático, las instituciones políticas, jurídicas, sociales y corporativas estarían a merced de las fieras, cuya naturaleza les obliga a destrozar con sus garras de irracionalidad todo lo que esté a su alcance.
Gobierno y oposición deberían entender que es su responsabilidad sostener la bien ganada reputación de República Dominicana como un país civilizado que representa el mejor destino para la inversión y el turismo, cuyos gobernantes y súbditos aprecian y defienden su espacio democrático y clima de libertades públicas.
De nuevo se reclama de partidos, políticos y funcionarios elevar el debate electoral, respetar las instituciones que sirven de sostén al orden democrático, sin pretender reemplazar a los jueces y fiscales, ni improvisar centros de lapidaciones morales. Que unos y otros se comprometan a una pelea limpia.