Ilusos aquellos que pretenden ocultar la verdad en estos tiempos (2 de 3)
Como continuación del artículo anterior, retomamos el análisis de una etapa marcada por profundos silencios y complicidades.
En ese contexto, muchos de los llamados “honorables” —plenamente conscientes de lo que ocurría y de lo que vendría después— se sumaron al nuevo escenario político luego de la caída del régimen, aun cuando habían sido fieles servidores del mismo.
Consumados los hechos, no pocos de ellos se transformaron en fervorosos antitrujillistas, revolucionarios súbitos que, con habilidad y sigilo, supieron asegurarse parte del botín que se distribuía entonces.
A ese grupo de patriarcas del desorden nacional, héroes y apóstatas del discurso antimperante de la época, se sumaron también los impostores de la virtud: quienes a partir de 1966 comenzaron a construir dinastías políticas que, lejos de desaparecer, se prolongaron con mayor fuerza tras 1978 y durante 1996.

Nos referimos a esos núcleos de poder presentados como ejemplos de puritanismo político, cuya narrativa principal ha sido la lucha contra la corrupción de los famosos doce años del doctor Balaguer, un período marcado —aunque a menudo se ignore— por el clima oscuro de la Guerra Fría, donde lo “frío” fue, en realidad, más caliente y brutal de lo que muchos admiten.
Lo más preocupante de estas dinastías, nacidas de una misma raíz política, revolucionaria y liberal, es su capacidad de mutación.
Con el tiempo han desarrollado una virulencia cada vez más nociva para la vida pública, cuyo signo inequívoco es la gula.
Tan evidente es esta característica que hasta las escrituras lo anticipan: como recuerdan Marcos 4:22 y Lucas 8:17, “no hay nada oculto que no haya de ser revelado, ni secreto que no llegue a conocerse”. Más claro, imposible.
Gracias a la velocidad de la comunicación moderna, la ciudadanía ha podido conocer los repetidos escándalos de corrupción que han marcado las últimas ocho administraciones.
Individuos que hace apenas unos años provenían de las carencias más profundas hoy exhiben fortunas que dejan a cualquiera sin aliento. Y aun así, algunos insisten en preguntar: “¿Cuál corrupción?”.
Sin temor a interpretaciones, debemos decirlo: Balaguer, ven a ver cómo muchos de tus detractores —que te acusaban de corrupto pese a que no dejaste herencia monetaria alguna— enfrentan hoy los mismos señalamientos que antes usaban contra ti.
Ven a ver cómo se repiten las desapariciones, las muertes y los ajustes de cuenta que antes te atribuían exclusivamente a ti, y que ahora nadie reconoce ni asume.
También podríamos exclamar: Trujillo, ven a ver quiénes se apropiaron de las tierras que te adjudicaban como robadas; ven a ver cómo destruyeron las fábricas que daban empleo y cómo mantienen hoy a miles de personas en programas asistenciales que disfrazan la pobreza con supuesta solidaridad.
Ven a ver cómo se inventan nuevas fórmulas para repartir el erario mientras las cosechas se pierden, no por falta de mano de obra haitiana, sino por falta de trabajadores locales, muchos de los cuales prefieren vivir del motoconcho, empaquetar en supermercados o depender del Estado.
“Huye”, antes de que la media isla se hunda en un caos total.

