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La guerra no tiene rostro de mujer

La guerra no  tiene rostro de mujer

Otorgando el premio Nobel de literatura 2015 a Svetlana Aliexevitch, la Academia Sueca optó por reconocer de manera enjundiosa la literatura testimonial de nuestro tiempo.  Esta forma literaria se forja en las márgenes de la ficción, focaliza realidades humanas dramáticas y, en muchos casos privilegia el itinerario vivencial de los testigos y sus implicaciones éticas, en detrimento de la configuración estética.
La literatura testimonial no se detiene en menudencias retóricas, ni disquisiciones formales. Así lo entiende el semiólogo francés François Rastier: “El testimonio como discurso ético supera al testimonio como género literario”.

La literatura soviética del primer periodo comunista (1917-1940) con su retórica grandilocuente, estaba destinada a ensalzar la lucha prometeica de sus habitantes para dejar atrás el zarismo y sus injusticias; tuvo sus voceros dentro de una óptica de agitación ideológica.

Ostrovski (1909-1936) y su novela “Así se templó el acero” (1932) y en menor escala el poeta Kontanstine Simonov representaron un tipo de literatura donde se exaltaba el sacrifico laboral o guerrero, en una atmósfera de mitificación socialista.
Testimonios ficticios.

Habría que esperar los graves crímenes nazis (1941-1943), las campiñas eslavas ardiendo bajo la pira, para que el testimonio sobre el padecimiento de los soviéticos emerja, con sus habitantes descarnados, sus madres hambrientas y sus ciudades pobladas de huérfanos, y ocupe el espacio literario.

La eclosión del testimonio en el ámbito eslavo-soviético, muestra que la literatura se forja en un contexto y no es el fruto arbitrario de la inspiración. Ilha Ehrenbourg(1891-1967)encarnó el nuevo escritor testigo; recorrió absorto con el ejército rojo, la desolación y la desesperanza de las ciudades rusas, pero también la esperanza acuñada por la reconquista territorial y las derrotas de las hordas de Hitler.

Judío comprometido, apreciado en París y Moscú, amigo del gran poeta chileno Pablo Neruda, aliado del Partido Comunista Soviético, sin jamás haber adherido, tuvo el dramático privilegio de irrumpir con las tropas soviéticas en los campos de concentración y constatar la reducción de millones de seres humanos a la muerte bajo gas. Junto a Vasili Grosman (1905-1964) autor de Vida y Destino, fue una figura señera de la literatura testimonial, pero sus testimonios fueron organizados por él como autor, sin que las víctimas que sobrevivieron durante sus indagaciones se expresen directamente.
De otra factura será la literatura testimonial de Svetlana Aliexievitch, en La guerra no tiene rostro de mujer (1985).

Esta obra testimonial “pura” ahonda en la vida guerrera de las jóvenes (a veces menores) soviéticas durante la segunda guerra mundial, asunto ocultado, o simplemente marginalizado por una sociedad en fin de cuentas patriarcal.

Utiliza los métodos de las entrevistas directas, pero también se distingue de las ciencias sociales y la literatura novelesca, por la opción tomada de mantenerse oculta como autora y dejar fluir en el espacio textual decenas de voces femeninas.
La primera cualidad testimonial que constatamos al leer la obra, es anunciada enfáticamente por Svetlana: “la guerra de las mujeres posee su propio lenguaje”.

No fue hacedero para la autora entrevistar en el territorio ucranio, ruso, y bielorruso, a las antaño combatientes voluntarias; algunas se negaron a rememorar los crueles años vividos durante la guerra.

Otras contemporizaron. De las dramáticas historias contadas por las mujeres ya bien entradas en edad, despunta la insistencia, cuando gozaban de su juventud, en tomar las armas contra el invasor, de ser emplazadas en la vanguardia de los combates, y no ser relegadas a faenas ancilares, lavar ropas militares, trasmitir mensajes; a veces rehusaban ser formadas y nombradas a las muy nobles tareas de enfermería.

Después de vencer la renuencia de los altos rangos militares de incorporarlas a tareas “masculinas”, las mujeres cuentan, cómo imbuidas de un romanticismo patriótico muy eslavo, y ante el peligro de exterminación de su pueblo, logran que se les forme como francotiradores de élite en la escuela femenina de Chetchelkovo, cerca de Moscú.

Muchas fueron condecoradas por su intrepidez, otras sacrificaron sus vidas en aras de salvar a soldados enjaulados entre el fuego enemigo.
Sin ellas y sus destrezas militares, aduce la autora, la victoria sobre los millones de soldados enviados por Hitler hubiese sido un espejismo.
Muchas de ellas padecieron sufrimientos indescriptibles, heridas graves, hambre, disentería, amputación de miembros.

No perdieron su femineidad, y ceñidas por la muerte “añoraban la parte femenina de sus vidas”, se enamoraban de sus compañeros soldados, o tejían vestimentas o compartían las pocas golosinas recibidas. Algunas cuentan el encono con que mataban a los soldados nazis, otras narran la profunda humanidad con que atendían a escondidas a los alemanes heridos. Los testimonios están atravesados de afectos, de esa alma muy rusa, fraguada en la acre materia del sufrimiento, y la inspiración del coraje.

El Nacional

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