El 12 de julio podría ser un día de júbilo. Tal día, en 1924, terminó aparentemente la funesta intervención armada norteamericana de 1916. Pero un día como ese, desgraciadamente, partieron hacia lo eterno dos queridos maestros de nuestros lenguajes estéticos: Silvano Lora (julio 17, 1931–julio 12, 2003), un productor plástico para quien el bien de la sociedad constituía el norte de su arte; y Ramón Oviedo (febrero 7, 1924–julio 12, 2015), quien abrió surcos estéticos que trascendieron nuestra frontera.
Silvano
Cuando miro hacia atrás, mis recuerdos recorren un espacio en donde, por más que trato de impedirlo, permiten siempre que aflore el llanto, haciéndolo visible y abrasando la memoria. Y en esa vuelta a los recuerdos, no puedo sepultar ni olvidar la figura de Silvano Lora alertándome con su apacible voz sobre los fenómenos que debemos vivir a diario y que, peligrosamente, trastruecan y rompen las estructuras vitales de nuestra débil, disgregada y vacilante cultura.
Fue precisamente en una de esas nostalgias que recordé los collages y ensamblajes que Silvano construía para su serie Homenaje a la inocencia, donde me manifestó —mientras soldaba una cuchara y un plato metálico sobre una plancha de acero pintada de rojo— “que el hambre de los pueblos, como una peligrosa daga, ocupa una denuncia en la historia”.
Oviedo
Conocí a Oviedo en 1963 durante una de mis visitas al atelier de José Cestero, en la calle Arzobispo Meriño, y la primera impresión que me llevé de él fue de sorpresa, ya que pintaba una enorme valla publicitaria de cerveza Presidente. Cestero, que siempre ha sido muy hiperbólico en sus juicios, me expresó en un rincón aparte: “Que Oviedo era un genio sin pulir”.
Con esa sapiencia innata, Cestero captó que Oviedo, al no ser un egresado de la academia, no estaba impregnado de esa incomprensión hacia lo nuevo con la que suelen razonar los académicos”.
Y es ahí, según Cestero, “donde los invade el vacío, la angustia de no saber qué camino tomar: si el postmodernismo, el abstraccionismo-post-pictórico, el cinetismo, el futurismo, el neoplasticismo, el expresionismo-abstracto, el casualismo, el fauvismo, etc.”
Ramón Oviedo, en aquel 1963, no tenía ese problema. Era un talento sin ataduras con la academia y toda la heterogeneidad compactada en sus conocimientos lo retaban a embarcarse en la aventura vital del arte; y por eso dividió nuestra pintura en un “antes y un después de él”.
Oviedo estaba hecho para crear paradigmas y encarar las grandes superficies, esos espacios públicos donde puede narrarse, pictóricamente, nuestra historia. Y eso lo probó en plena revolución de abril, cuando en menos de dos días realizó lo que sería el mural emblemático de la plástica dominicana: el 24 de Abril, que estableció, estéticamente, un homenaje a la más grande proeza bélica del país desde las guerras restauradoras. El mural 24 de abril expresa, además, el júbilo del encuentro de Oviedo consigo mismo y con el guía de su travesía inicial en la plástica: Pablo Ruiz Picasso.